HOMENAJE AL POETA ARGENTINO JOSE PEDRONI
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Imagen de José Pedroni en la mirada y el recuerdo de Elena Chautemps

IMAGEN DE JOSÉ PEDRONI EN LA MIRADA
Y EL RECUERDO DE ELENA CHAUTEMPS
 
Entrevista de Mónica López Ocón,
(«La Opinión Cultural», Domingo, 14 de Enero de 1979.)
 
 
            De José Pedroni (1899-1968) pueden decirse muchas cosas. Es, ante todo, el «poeta de Esperanza», el cantor firme y limpio de aquel pueblo erigido por colonos en la provincia de Santa Fe, un poco a la manera del Edgar Lee Masters de la Antología de Spoon River. Pero es, a la vez más que eso: es uno de los poetas por excelencia de la Argentina, de su mentado y simbólico «crisol de razas», de su cálida y sonora convocatoria a los hombres de buena voluntad de todas partes del mundo. Para reencontrar al autor de Gracia Plena, Mónica López Ocón, por encargo de la «La Opinión Cultural», viajó a Esperanza y dialogó largamente con la viuda de Pedroni: Elena Chautemps, presencia permanente en la vida y la obra del poeta. La que sigue es su nota.
 
La verdadera fuente de la poesía
 
            Es casi un lugar común que la poesía es un don de los elegidos y que aquellos que la cultivan llevan inequívocos signos exteriores de su afición por la belleza. De acuerdo a esto, nada que aluda a la grosera realidad puede ser compatible con el mundo poético, al que sólo tienen acceso los señalados, casi siempre pálidos y hermosos, como cuadra a un espíritu selecto; y del que son eternos desterrados aquellos de cara sanguínea, colorada, que siempre suele ser un indico de buena salud y de comidas opulentas, y que, en general, se dedican a practicar los viles oficios de los mortales.
            Y un día, este mito universal que proclama la aristocracia de la creación poética, se cristalizó en las hablillas pueblerinas de Esperanza y corrió de boca en boca: los poemas nos los escribía don José Pedroni, contador de una fábrica de implementos agrícolas, buen vecino, hombre simple; sino que se los escribía su mujer, Elena Chautemps, una adolescente de modales finos y ascendencia francesa, con un poético apellido que se traduce como «tiempo caluroso», pero, sobre todo, dueña de una hermosura que era la que daba de hablar al pueblo.
            La historia llegó a oídos de Pedroni, y él la resolvió en un poema, «Piedras», en el que casi le da la razón a los vecinos:
 
                        Porque soy contador
                        y de vulgares modos
                        y visto simplemente,
                        y si miro una estrella
                        o una flor,
                        la miro como todos,
                        «los versos no son de él –dice la gente−;
se los escribe ella».
 
Así es, así es:
                        Yo soy la inútil hiedra
                        enredada a tus pies.
                        Azules, verdes, rojos,
                        tú los versos me das
                        en cubitos de piedra
                        de tus ojos.
 
                        Yo lo armo, no más.
 
            Ahora que Pedroni duerme para siempre en su patria de Esperanza, custodiado por un montoncito de margaritas silvestres y por una rosa roja, yo quise emprender un viaje hacia los ojos de Elena. Quería saber cómo era la fuente de la poesía de Pedroni y comprobar si en sus ojos, los de esa mujer cuya imagen me había desdibujado a medias el olvido, aún persistían las piedritas de colores.
            Siempre en busca de los ojos, crucé un ancho río, pensando en que debían ser como los caleidoscopios, en los que las piedritas siempre forman distintas figuras; pero que ahora, con la ausencia de su marido, debían haberse detenido en una última imagen, en su último poema. Porque ¿quién sería capaz de armar nuevos versos con esos cubitos de piedra?
            Cuando puse mi pie es Esperanza, me maravilló comprobar que realmente existiera ese lugar que Pedroni había convertido en leyenda; que estuviera allí, alrededor mío, y no solamente en sus versos; y que fuera así, tal cual él lo había dicho: pequeño, de tierra y sol calientes, rumoroso de pájaros. Estaba en Santa Fe, «la puerta de la tierra».
            Me recibió el inmenso cartel de una cooperativa agraria, se llamaba Aarón Castellanos, el mítico fundador de Esperanza, quién suscribió el contrato para traer a los colonos gringos y el que un día se fue de la colonia, de su tierra «que era su muerte y su vida», llevándose con él una joven. Tuve ganas de preguntar que se había hecho de Wendel Giétz, aquel que cambió su reloj por una yegua, a la que su mujer le puso Doradilla y que un día le robaron los indios; y de Ana, la mujer de Nicolás, la de las manos llenas de arroz quemándose sobre la olla grande. Por la esquina de la iglesia doblaba el fantasma de Ana Esser, aquella que nunca pisó tierra porque el Paraná le ofreció naranjas y ella se quedó para siempre en el río «con todo su pelo rubio, con toda su carne blanca».
            Pero yo no podía detenerme en fantasmas, porque los ojos de Elena me esperaban, y en última instancia, todos ellos, Wendel Giétz, Ana, Nicolás, Magdalena Morand…, todos, todos, habían salido de allí en forma de cubitos de piedra. Apresuré el paso, crucé la plaza y tomé la calle 25 de Mayo. Buscando el número indicado me encontré de pronto con Elena que salía a comprar algo, y que se iba dejando tras de sí la puerta abierta, para que yo entrara si llegaba en ese momento. Allí estaban, con ella, sus increíbles ojos de caleidoscopio.
            Le cerramos la puerta al fuerte sol esperancino, y las dos nos sentamos frente a frente, en una sala de penumbra fresca. Yo, que al fin y al cabo había cruzado el río para averiguar si era cierto que en su mirada se encontraba la fuente de la poesía de Pedroni, le comento la anécdota que dio origen a «Piedras».
 
Cuando recién llegamos a Esperanza –empezó a contarme−, la gente comenzó a decir que no era posible que él escribiera versos, porque, claro, como él dice, era de «vulgares modos», y los vecinos lo veían cuando él estaba en la fábrica y tenía que llegarse a cierto lugar de la ciudad y se subía a la chata, esos carros para cargar máquinas agrícolas y cruzaba el pueblo al lado del carrero. De repente publica una poesía y la manda a los juegos florales que se realizaban en Rosario y gana el segundo premio. Ahí se entera el pueblo de que tenía un poeta. Entonces comenzaron a decir que los versos se los escribía yo.
Yo era una muchachita de mi casa, no tenía comunicación con las vecinas, mi mundo era mi marido y mi hijo. Por eso algunos vecinos dijeron: «La señora de Pedroni es orgullosa». Yo no era orgullosa, sino que tenía la costumbre de mi madre, que era muy comunicativa, pero que tampoco se le daba por ir a las casas de las vecinas a conversar y a pasar el tiempo. Esa imagen que la gente tenía de mí puede haber contribuido a que se difundiera ese rumor, y quizás los comentarios de la muchacha que trabajaba en mi casa y que observaba que cuando Pedroni hacía algo me lo leía y conversábamos. Alguien debe haberle dicho: «¿vos sabés que se comenta que los poema los hace tu mujer?», y él es capaz de haber contestado: «sí, los hace mi mujer». A él le resultó muy ocurrente y escribió ese hermoso poemita, «Piedras». En un diario de Brasil, un crítico se detuvo justamente en ese poema para hacer la crítica de todo el libro.
 
            Aludo a unos versos de Pedroni que me parecen muy significativos: «Que nadie me atribuya / esta paz, toda tuya. / Ni esta dulce costumbre / de hablar con mansedumbre. / Ni este canto tardío, / que nunca ha sido mío. » Entonces charlamos sobre la particular importancia que para él tiene la mujer y sobre cómo siempre la coloca como productora de su obra, ubicándose él en segundo plano:
 
−Sí, tal vez se nota muy bien en «Verso a la amiga». Él fue extraordinariamente humilde en su forma de ser y de pensar y de actuar, enérgico en muchas cosas, porque era emprendedor, pero respecto de su persona muy humilde. Siempre estaba engrandeciéndome a mí, porque a cada persona que venía a casa le decía: «aquí todo lo hace mi mujer», y no era verdad, todo lo hacía él. Pero era así, le gustaba exaltarme, exaltar a la mujer. Eso se nota en su poesía. Me pasé toda la vida escuchado sus versos, toda mi vida, desde que tenía dieciséis años, y eso ha sido muy hermoso para mí, porque viví en un mundo poético extraordinario. Escribía una estrofa, tres o cuatro líneas, y ya venía a leérmelas, a ver que me parecía y me estudiaba par ver mi explosión de júbilo o la idea que yo tenía al respecto.
Cuando empezó a ser conocido y venía la gente y le decía «maestro», él se molestaba y les contestaba: «Yo no soy un maestro, soy como todos ustedes, no tengo nada distinto». Me decía que quería destruir el mito que había sobre él.
 
            Y entonces, de pronto me di cuenta de que lo yo estaba haciendo era corroborar datos de esa pequeña autobiografía que Pedroni escribió a modo de prólogo de La Hoja Voladora, allí donde hace suyas las palabras de Hugo: «Ah, insensato, que crees que yo no soy tú». Sí, yo había cruzado un río inmenso nada menos que para comprobar que realmente existían los ojos que le regalaban cubitos de piedras de colores para que él armara sus versos, y que su Autobiografía, esas líneas apretadas y tiernas y que es imposible leer sin emocionarse y que según Elena él consideró como uno de sus mayores logros, eran rigurosamente ciertas. El mío había sido un viaje desde los sueños a la realidad, y ésta, lejos de desilusionarme, me había regalado la certeza de que, por lo menos esta vez, la creación no estaba desligada de la vida. Ahora podría recorrer el camino inverso: ir con mis ojos llenitos de luz esperancina, tan nítida que casi puede palparse con la mano, hasta aquella otra luz de Esperanza que Pedroni soñó en sus versos, y comprobar que era la misma, que era una sola, porque en definitiva, la luz de su pueblo no es más que el destello de su pluma (seguramente una pluma cucharita), con la que dibujó las altas torres que son sus mayúsculas y con las que, a modo de inventario de contador, nombró todas las cosas al mismo tiempo que les daba vida. Porque quién podría hablar de la colonización gringa sin dar por supuesta la estatura épica y el tono bíblico que Pedroni le imprimió, y quién al ver una plomada no pensará que «es un pequeño mundo suspendido», o quién no creerá que la escuadra «está hecha de un camino largo y de un camino corto» y que tiene «¿un linar florecido entre uno y otro?». Nadie que lo haya leído, seguramente. La historia de Esperanza, las herramientas, la maternidad, en fin, casi todas las cosas cotidianas han sido conformadas definitivamente por su verso, como si él hubiera ayudado a modelar con sus manos, el barro primigenio de la creación.
            Hace poco, un esperancino que vive en Buenos Aires, Roberto Quinteros, enamorado de su tierra y de la poesía de Pedroni, me contaba que a veces, por la noche, se sienta a leerlo, y entonces lo recuerda tal cómo lo vio en su infancia: Caminando despacito, mirando el cielo, recitando «La trilladora» en las fiestas del colegio. Me contó también que quería regalarle a alguien la obra del poeta. «No me importa que lo haya leído», me dijo, «yo quiero regalarme mi Pedroni». Mientras hablaba, yo lo imaginaba sentado a la mesa, en su casa de Buenos Aires, con su libro abierto ante sí, con su cuerpo grande por el que le subiría hasta la garganta una nostalgia chiquita y anudada, como la que le subía a Santiago Vogt por su larga pipa con flecos, aquella que chupaba «para traer a lo boca el recuerdo».
            Y obstinada en seguir constatando si era cierto aquello que dice Amaro Villanueva de que en Pedroni se cumple el postulado de Lautréamont de que «la poesía debe tener por objeto la verdad práctica», seguí charlando con Elena acerca de la relación entre la vida y la poesía, y le pregunté sobre el contacto que tenía con la gente de su pueblo.
 
−Ésta es la patria de Pedroni. Él hizo aquí su obra y vivió todo su tiempo, desde los veinte años, o veintiuno, porque ya había terminado el servicio militar. El amó su provincia. Nunca quiso ir a Buenos Aires, donde van todos los escritores. Por supuesto, el campo cultural no se puede comparar con ésta pequeña ciudad del interior, allá es muy grande y ofrece muchas posibilidades, pero como él era poeta y tenía su mundo dentro de él, no le interesó todo aquello.
Él tenía un contacto permanente con el pueblo de Esperanza, porque era un hombre de la calle, muy comunicativo. Le gustaba muchísimo hablar con todo el mundo, tenía horas y horas para vivir en el club. A veces yo solía preguntarle qué hablaba con la gente, por ejemplo con el mozo del bar de la esquina. «Ah, −me decía− conversábamos, porque él me contaba sus problemas y yo estaba imaginando un verso para hacerle». A él le preocupaba el destino del hombre, pienso que es por eso que la gente se encuentra en su poesía, por eso gusta, porque es muy humana. Él necesitaba pocos elementos para hacerla, la hacía de pequeñas cosas.
Todo el mundo lo conoce. La gente que pasa por la ruta a cargar nafta pregunta por él y la gente de aquí le explica todo, donde vivió, cómo, todo, todo. Para él, Esperanza fue un paraíso.

Una amiga de Elena, de apellido gringo, Imhof, se pone a desempolvar recuerdos y me muestra recortes de diarios, de revistas, cosas que dijo Pedroni o que dijeron sobre él. Los guarda como reliquias. «Don José era un hombre extraordinario», me dijo y me contó que en su homenaje, hasta Juan L. Ortiz (Juanele), que nunca quería salir de Entre Ríos, cruzó el Paraná para estrecharle la mano, y que los obreros y campesinos se volcaron por las calles, y que las firmas comerciales de la zona (casi todas se ocupaban de implementos agrícolas) enviaron su adhesión; entre ellas había una tienda que parecía bautizada por Pedroni, se llamaba «La linda linda».
Una sensación de haber hecho un hallazgo esencial me embargó cuando supe que estaba hablando con la tataranieta de Peter Zimmermann, el primer muerto de la colonia, de quien se dice que murió de nostalgia a los pocos días de llegar. Tenía alrededor de treinta años. Entre los enseres que traían los colonos, no estaban previstos los ataúdes: «no hay lugar para velar al hombre / muerto en la selva bárbara». Su mujer, Anna Elisabeth Léiser, arrodillada, vació el arca donde traían sus cosas de inmigrantes y allí fue puesto el cuerpo de su marido. «Ana Elisabeth, inmóvil, / oye caer la tierra sobre el arca. / Su mano abierta muestra / una llave dorada».
La charla deriva hacia la presencia de Dios en la poesía de Pedroni.
 
−No practicaba ningún tipo de religión, pero creía en algo superior que regía el destino de los hombres. Yo no sé si era algo panteísta, como dijeron algunos, pero creía. La palabra Dios está bastante en su poesía, pero significaba más bien una fuerza sobrenatural. Si por cualquier motivo entraba a una iglesia, se emocionaba mucho porque era muy sensible. Solamente el sonido del órgano que llenaba todo el ámbito lo emocionaba. Como le horrorizaba la muerte creía en la supervivencia del alma. Decía: «yo no puedo morir». Yo le contestaba que por qué se afligía si iba a ser uno de los pocos hombres felices, que la gente lo iba a recordar, lo iba a llevar en su corazón. Cuando un hombre es recordado siempre, es una manera de no morirse. Él es amado y recordado.
 
¿En qué forma trabajaba su poesía? –le pregunto.
 
−Corregía interminablemente, era un hombre muy exigente. Sobre todo en los últimos tiempos era capaz de pasar un año corrigiendo un poema, y así mismo siempre había algo que no le gustaba mucho. Gracia Plena tiene correcciones en todas las ediciones, cuando llega a la quinta revisa las demás y dice «Y por qué yo he cambiado esto que en la primera edición estaba perfecto». «¿Has visto –le decía yo− como ya no sos el mejor crítico de tus libros?». Nunca estaba tranquilo hasta que removía todo y lo cambiaba.
Si vieras los originales, te darías cuenta de que verdaderamente «construía» sus poemas. Si se les quitaba una palabra, se caía el castillo abajo. A veces lo daba ya por terminado y lo firmaba, y yo al día siguiente me levantaba y veía todo el margen lleno de palabras nuevas, rayas, llamadas. Todo esto fue entregado al Archivo General de la Provincia para su conservación.
Para aprobar su obra siempre necesitaba el juicio crítico de un diario, de una revista, de la calle, pero yo supongo que debía ser consciente de que escribía bien.
Pero no era metódico para trabajar. Lo hacía de noche, de día, mientras caminaba. En Gracia Plena, por ejemplo, trabajó siempre de noche, porque durante el día trabajaba ocho horas de las que sólo se robaría un ratito para escribir algo. No lo escribió simultáneamente con la gestación, como mucha gente cree, sino que lo hizo en 1925 y nuestro hijo había nacido en 1921. Los poetas tienen la facultad de almacenar ideas y un día las vuelcan al papel. Me acuerdo que por ese entonces mi hijo era un poco mimoso y a la noche, cuando terminábamos de cenar, él lo llevaba a dormir a la cama grande y le cantaba una canción muy bonita que te vas a sorprender cuando te diga que era: era una canción que cantaban las mujeres de mi pueblo cuando iban a enterrar a sus muertos. Era triste y monótona, y parecía una canción de cuna. Cuando el chiquito se dormía, él se levantaba a escribir. Esa canción de las mujeres de mi pueblo me quedó muy adentro, porque yo tendría ocho o nueve años y las veía con esos velos negros acompañando a los muertos a pie hasta la iglesia y de allí al cementerio. Tenía su letra en latín. Era una de las cosas de mi niñez que yo le había contado a mi marido y que a él le quedó.
 
Y en ese momento, como si el pasado le hubiera subido en oleadas hasta sus labios, se puso a canturrearla. Pero súbitamente advirtió mi presencia y agregó:
 
−Así se escribió Gracia Plena. El juicio crítico de Lugones, que publicó en «La Nación», no porque estuviera del todo de acuerdo con lo que decía, le impresionó tanto que lo inhibió casi por diez años para escribir. Ese es el tiempo que pasó entre Gracia Plena y la siguiente obra. La exaltación que le hizo Lugones fue tal, que Pedroni pensó que ya no iba a poder escribir nada más después de eso. Creo que es su libro más leído, o lo que más le llega al público en general, ya se han hecho ocho ediciones y siempre se sigue vendiendo.
Yo creo que el juicio de Lugones lo asustó, era un compromiso muy serio para él que por entonces tenía veinticinco años. Después de eso publica Poemas y palabras y años más tarde aparecerán los poemas de la colonización que ya los venía escribiendo desde bastante tiempo atrás y que va a publicar en diversos lugares, hasta que después los reúne todos en Monsieur Jaquín. Yo creo que ése es un canto épico que no se ha logrado muchas veces, sobre todo por la dificultad para ubicar tantos nombres extranjeros.
Toda su vida admiró a los clásicos españoles y entre sus contemporáneos a Hernández y a Lorca. Entre los argentinos admiró a Fernández Moreno como poeta de la ciudad, y fueron amigos. También le gustaba Nalé Roxlo. De Luis Franco decía que era uno de los más grandes escritores argentinos.
Era un poeta, hasta lo que escribía en prosa era poético, como su Autobiografía. Era muy llano para escribir, usaba poquitísimos adjetivos, o adjetivos utilizados como sustantivos. No tenía adornos, trabajaba mucho en la síntesis. Se dedicaba mucho a seguir las normas gramaticales de la Academia, porque decía que siempre iba a haber un crítico que se dedicara a detectar una coma mal puesta o un acento que no correspondía. Le tenía un poco de miedo a los críticos.
Algunas de sus creaciones eran espontáneas, cosas que lo impresionaban en el momento, como la condena de los Rosenberg, por los que todo el mundo sufrió y pidió por sus vidas. Él estaba en contra de la violencia, hubiera sufrido mucho viviendo en éste momento. Su poesía era social, él decía que hasta en Maternidad había una intención social. Cuando murió, estaba juntando material para escribir un poema antirracista, porque solía documentarse mucho antes de escribir. La idea del poema surgió a raíz de los trasplantes de corazón, porque en un caso hubo un blanco que aceptó el corazón de un negro para seguir viviendo. El poema quedó sin componer y el material está ahí, todo recortado y ordenado. Su obra no es muy profusa, porque, como ya dije, a veces tardaba años en corregir, pero algunas veces producía de pronto muchísimos trabajos.
 
            Pasamos a la pieza donde Pedroni trabajaba y Elena me mostró los libros que usaba para documentarse. Cada tema que le interesaba estaba minuciosamente marcado con una prolijidad digna de su profesión de contador. Fue como acceder al secreto de la génesis de sus poemas. Allí estaban las semillas de sus versos y yo podía palparlas con mis manos. Elena me invitó a que me quedara a almorzar con ella. Ambas fuimos a la cocina que da al jardincito que cultivaba Pedroni. Sacó un pan grande, redondo y dorado y comenzó a cortarlo con un cuchillo de hoja ancha y mango de madera. No me sorprendí al verlos, sólo constaté que así, tal cual eran, me había imaginado el pan y el cuchillo de cocina de su casa: un pan grande, evocador del trigo y un cuchillo con la hoja ya mellada y el mango lleno de heridas. Entre una rebanada y otra me señaló un rosal del jardincito y me contó que allí su esposo le construía los nidos a las tacuaritas. Se los hacía con maderas y cuando todos los años volvían los pájaros, él decía que siempre era la misma tacuarita, la que venía a refugiarse en su nido. Y puesta a devanar recuerdos, Elena se dejó ganar por la nostalgia:
 
−Lo conocí de una manera muy romántica. Fue en San Carlos Norte, una pequeña población vecina del pueblito donde yo vivía, de mi «pueblito de poquita genta», que se llama Saa Pereyra. Yo había ido a visitar a los parientes de mi madre. Tenía por esa época dieciséis años. Mi tía me dijo: «¿Vamos a ver la fiesta del pueblo?». La plaza estaba embanderada y estaba la banda de música, esa cosa de los pequeños pueblitos. Mi tía me dijo: «¿vamos un ratito al baile?». Cuando entré vi más allá un muchacho conversando con una chica, inclinadito. Yo lo miré y me dije: «pero cómo me gusta ese muchacho». Era delgadito, con una cara de poeta que mataba. Le pregunté a mi tía quién era y me contestó que era el «escribano» (como se le decía en esa época a los contadores) de Favre. Él ni me vio. Al tiempo mi padre hace un viaje a San Carlos y cuando regresa le dice a mi mamá: «acabo de contratar al escribano de Favre porque estoy muy cansado». Mi padre tenía un comercio de ramos generales. A los pocos días estaba plantadito en mi casa. Como se usaba en aquellas épocas se le pagaba un sueldo y se le daba la comida al mediodía, así que todos los mediodías lo tenía sentadito a mi mesa. (Esto lo dijo con un énfasis inusual en su modo de hablar y con una voz repentinamente adolescente). A los diez días éramos novios, y a los cuatro meses nos casamos. El también era jovencito, después que nos casamos recién hizo el servicio militar (Sin duda allá, tejiendo tu tristeza, / tú llorabas mi nombre / y mi padre, fumando te decía: / por fin se va a hacer hombre). Yo, mientras tanto, estuve un año en Gálvez, donde había nacido mi marido, y donde nació mi primer hijo, Omar. Cuando lo trajimos aquí, a Esperanza, tenía cuarenta días. Ya Pepe (así llama Elena a su esposo) desde el servicio había escrito un montón de cartas que recibimos en respuesta, escogimos la de don Nicolás Schneider, una casa de implementos agrícolas. Ahí pasó toda su vida.
 
            Y por ese mágico poder evocador de las palabras, vi como debajo un árbol del jardín, aparecía el fantasma del otro Nicolás Schneider, el abuelo de aquél con quien Pedroni trabajara, el herrero cuya fragua «Resonó día y noche. / Aún sigue resonando».
            Elena continuaba:
 
−Cuando llegamos, el señor Schneider le preguntó: «Dígame, ¿usted será capaz de llevar la contabilidad de esta fábrica?». (Era tan joven y delgadito). Él le contestó: «Usted me prueba, si le parece me toma, si no está conforme me voy a fin de mes». Por supuesto que fue muy eficiente y todavía le sobraba tiempo para escribir algunos versos. Algunos meses después, los amigos del dueño le preguntaron que tal le había resultado el contador que había tomado. Él contestó: «Muy bien, trabaja muy bien, lo único es que me gasta mucho papel porque escribe versos». Toda la vida trabajó ahí, y Nicolás Schneider fue muy bueno con él, siempre lo consideró y lo reconoció como un poeta. Ese reloj que está colgado en la pared se lo regaló él cuando Pepe cumplió treinta años con la poesía.
Jamás hubo incompatibilidad entre el contador y el poeta, jamás, en toda la vida que llevé con él, lo oí quejarse una vez de su trabajo. No sé qué encontraba en él, pero lo hacía con gusto. Si él hubiera querido hacer otra cosa, no le hubieran faltado oportunidades, pero nunca jamás le oí decir que quisiera cambiar de trabajo. Cuando alguien le ha dicho algo al respecto, él se ha encargado de remarcar que no encontraba incompatibilidad entre las dos tareas.
 
            Mientas partíamos el pan grande y dorado, otra vez me asaltaron ganas de constatar si el postulado de Lautréamont era cierto, y le pregunté sobre la mariposa que depositó en su corazón «el huevecillo que resolvería después en verso un poco triste», sobre su cuento «donde hay algunos nombres», sobre su padre «constructor de cuchara en mano», que de cansado se dormía sobre la mesa grande, sobre Ercilia, su hermana «que de santa se murió por un hombre».
 
−El solía contar que tuvo una infancia triste. Esto ha incidido siempre en su poesía. Fue un poquito enfermizo y trabajó mucho porque el padre era muy riguroso. El padre trabajaba en el cementerio, era constructor, hacía panteones. Él le ayudaba. Tenía siete años. Llevaba la carretilla con los materiales y arriba el libro abierto, estudiando para ir a la escuela. Fue una infancia dura, pero si todo eso ha servido para dar un poeta… en buena hora. Padeció bastante. Posiblemente tenía ya su sensibilidad para muchas cosas y se la hizo difícil un padre duro.
La madre, en cambio, era muy suave, muy cariñosa, muy buena. El padre no era un hombre injusto, pero era riguroso en el sentido de que quería que los hijos trabajaran desde chicos, mujeres y varones, como se usaba en esa época. Por ejemplo, una vez lo mandó a pagar la libreta de fin de año, porque en esas épocas todo lo que se compraba durante el año se pagaba al final, se supone que la moneda era estable y el comerciante podía aguantar. Además, junto con la relación de la cuenta le hacían a uno un regalo. Él se había conversado a un empleado del negocio para que le regalara un par de patines. Cuando llegó a la casa y el padre lo vio, se los mando a devolver y a pedir otra cosa que fuera útil para el hogar. Eso lo recordó durante toda la vida.
La escuela secundaria la hizo de noche porque de día trabajaba, y debía entregarle la mensualidad al padre de la que a él sólo le daba un ínfima cantidad de dinero para sus gastos. Todo eso debe haber influido mucho en su estado de ánimo. Él solía decir que la tristeza que se refleja en su obra, entre líneas –porque todo es un poquito triste− es a raíz de esa niñez tan difícil.
Cuando el padre murió, le pusieron a los pies la cuchara de albañil, porque él así lo había pedido. Pedroni ya tendría 34 ó 40 años. De grande su relación con el padre fue buena. En El nivel y su lágrima hay un poema precioso dedicado a él, porque también le reconoció los méritos que había tenido. Sucede que con el tiempo los malos recuerdos se van borrando y van surgiendo las cosas buenas.
La madre fue para él una figura grandiosa, la quiso muchísimo. Su poema «Mater» es una joya. Creo que todos los hijos quieren mucho a su madre, pero él con mucha razón porque fue una mujer que sufrió mucho a lado del padre. Es triste decirlo pero es así. Se casaron en la Argentina, pero eran inmigrantes italianos, se conocieron en Gálvez. Ella era una muchachita joven de 16 años y él tendría 26 ó 27 y había venido de Italia con su diploma de constructor. Era muy honesto, trabajaba muy bien, pero tenía un carácter de los mil demonios.
José, de niño, lloraba todas las noches. Ercilia, su hermana, lo curó con una tijera abierta debajo de la cama. Según él, eso lo curó de la tristeza. En esa época, esas cosas se veían mucho y se tenía mucha fe en las curanderas. Él me contaba que una vez tuvo dolor de muelas y la mamá lo mandó a la curandera. Ésta le dijo que cuando llegara de vuelta a su casa ya no le iba a doler más, y realmente fue así.
 
            Después de comer, a la hora de la siesta, salimos a caminar por la plaza, bajo el sol ardiente. Me mostró el olivo, aquél precisamente que se convirtió en un poema; y el monumento a la agricultura, donde están los nombres de los fundadores, pero no de su mujeres.
 
−Eso es algo que siempre me preocupó –me dice Elena−, y que se lo hice notar a Pedroni. A raíz de esta observación mía, y esto lo digo sin ninguna jactancia, Pedroni hizo ese poema que dice: «Todos los jefes de familia están en el monumento…» Y las mujeres han tenido su parte en la lucha, y muy grande. Dentro de este medio tuvieron que luchar mucho, las invadía el indio, la langosta les comía los sembrados…
La Municipalidad también tiene una arquitectura interesante, románica. ¿Ves? No es profunda, es angosta y larga. El escudo tiene una leyenda que dice «Subdivisión de la propiedad», y esto se fundó el 1856, pero los colonos que venían traían una mentalidad rousseauniana.
 
Tomamos un café, y luego nos dimos un abrazo bajo el sol y nos despedimos. Elena desanduvo el camino hasta su casa, el que hacía con él todos los días. Pero esta vez iba sola.
            Ávidamente, para no irme sin dejar nada por ver de todo aquello que él había visto y vivido, fui al Museo de la Colonización. Entre otras cosas, vi una de las primeras cunitas de hierro de la colonia que Pedroni rescató de la intemperie, y el chal que usó la mujer del herrero Taberní en el primer casamiento civil de Esperanza, cuando su novio, ante la negativa tanto del cura como del pastor a casarlos porque pertenecían a diferentes religiones, la tomó por esposa, ante todos los vecinos, en el medio de la plaza.
Por último, por un senderito angosto, llegué hasta su tumba. Creo haber dicho ya que está llena de margaritas silvestres y que tiene una rosa roja, pero me gusta repetirlo. También hay un bajorrelieve hecho por el escultor Seslacec: allí está su tacuarita sobre su rosal.
Dicen que murió sentado en un balcón, mirando un avión que escribía en el cielo. El quería morir en su suelo santafecino, pero la muerte no le dio tiempo, y lo alcanzó cerca del mar, en su casa de Mar del Plata.
Su padre pidió que le colocaran a sus pies su cuchara de albañil, y él lo sintió como algo injusto: Por haberte servido / sin hablar, atado a tu silbido / hasta que fui a estudiar, yo tenía derecho / a tu cuchara de albañil / -la más honrada entre diez mil-; / pero no me la diste: / como la cruz en tu pecho, / orgullo de tu vejez, / ella fue puesta a tus pies / cuando te fuiste. / Y aquí me tienes, triste. Al enterrar su padre su cuchara de albañil, se llevó con él el secreto de todos los muros.
Me pregunto que hubiera querido don José que le colocaran a los pies, de haber tenido tiempo de pedirlo. Seguramente que no hubiera querido que fueran las herramientas con las que le construía los nidos a la tacuarita, porque de esa manera quedaría desamparada para siempre; ni tampoco sus versos, porque ya no le pertenecían, habían pasado a ser de todos.
¿Qué fue entonces, lo que se llevó consigo para siempre? Quizás aquella llave dorada y pequeñita como la del arca de Peter Zimmermann, aquella llavecita única y suya que le abría las puertas de un secreto: el de las misteriosas combinaciones de las piedritas de los ojos de Elena.

 




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POETA  
  Yo fui niño una vez,
pero hace mucho.
Me dormía enroscado en la vereda.
Hay una voz que todavía escucho.
Hubo una mariposa. Era de seda.

Debió pisarme
alguna vez un hombre.
Debió mirarme una mujer dolida.
Yo no me acuerdo.
No tenía nombre.
Era, me acuerdo,
como liebre herida.

Enamorada de mi sangre sola
que se dormía al sol
en cualquier trigo,
la mariposa entraba en mi corola.

Yo no sé lo que ella hizo conmigo;
pero ella iba detrás de mi amapola,
ella y la voz que me llamaba amigo.

José Pedroni - 1961
 
SITUACIÓN  
  Paloma, espiga y ancla,
a 31 grados y 25 minutos
de latitud Sur
-línea del río y la calandria-
y 60 grados y 56 minutos
de longitud,
está mi tierra: Esperanza.

Es un pequeño punto palpitante
hacia el norte del mapa;
boya del trigo verde
corazón de la pampa.

José Pedroni - 1956
 
PLOMADA  
  Cuelga de un hilo de pescar la pesa
y es un pequeño mundo,
suspendido.
Un ángel invisible la sostiene.
Señala el centro de la tierra,
herido.

Sigue su vertical,
hombre constante,
y llegarás a Dios,
hombre afligido.

José Pedroni - 1963
 
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