Carta a Roberto Salama(1)
Esperanza, 6 de setiembre de 1960
Querido Salama:
Vuelvo a usted con algunas reflexiones más alrededor de nuestro gran cuentista rioplatense. Lo hago al cabo de varios días dedicados a releer las mejores páginas de Quiroga(2), y, por razones obvias, sus cuentos más discutidos, que son los de presunto contenido social, y tras cambiar ideas acerca del escritor y del hombre con colegas y amigos que lo tienen bien leído y estudiado. De esta averiguación han salido algunas novedades que se me ocurre han de interesar a usted. Unas son opiniones y otras descubrimientos de orden bibliográfico, a saber:
1.- Evaristo Stessens(3), convecino mío, autor de numeroso cuentos y de dos o tres novelas, a quien tengo en alta estima por considerarlo uno de los mejores creadores del género en el país, me ha hecho llegar por escrito su juicio en esta controversia. Como usted verá, conviene él conmigo en la forma de entender diversos aspectos de la obra del maestro. Tratándose, como se trata, de la opinión de un colega muy bien situado en el orden de las ideas, maduro de años y de oficio, con larga experiencia del problema social, he creído conveniente dar vista a usted de sus conclusiones, marginando algunas por compartirlas o simplemente por la impresión que me han producido. Es que Stessens, aparte de su versación dialéctica, y del conocimiento que tiene de todo el pasado proletario del país y de extramuros, ha andado mucho, y anda, con el hombre de trabajo. El obrero, a cuya clase pertenece (trabaja en la oficina de una fábrica que es típica como entidad explotadora, ve de cerca el trabajo y conversa con los trabajadores), no tiene secretos para él, y, consiguientemente, nadie con más autoridad que él para decirnos si hay exactitud en el relato que Quiroga hace de una de las primeras huelgas del yerbatal argentino, como para descubrir, si la hubiera, cualquier falsedad escondida del cuento. Quienes hemos sido, ya actores o ya simple espectadores de algún movimiento laboral de 30 ó 40 años atrás, o sea cuando el proletariado de tierra adentro estaba poco o nada informado y no existía en él verdadera conciencia de clase, no podemos menos que encontrar fidedigna la relación de sucesos que Quiroga hace en Los precursores; porque así fueron «nuestras» primeras huelgas, y en nuestra condición fortuita de participantes o de testigos oculares, podemos dar fe de incidentes pintorescos y de no pocos absurdos, como el de querer el huelguista asaltar un almacén o el de hacerse a la idea que en adelante podría vivir sin trabajar, surtiéndose gratis en las tiendas ajenas, que su fantasía transformaba en inagotables fuentes de abastecimiento. En ningún momento Quiroga registra esa mentalidad entre infantil y primitiva para burlarse de ella, y mucho menos para reírse del esfuerzo del bracero por salir de su terrible situación. El ser histórico que hay en el escritor ciñe su relato a la verdad. Así lo vemos nosotros que hemos presenciado de hechos análogos en nuestro medio, con ser éste mucho más evolucionado que el de la región de los yerbales. La realidad de aquella hora era, a nuestro ver, tal como Quiroga la presenta: acciones instintivas, ningún conocimiento, mucha ignorancia y bastante barbarie. Nadie sabía nada de nada. Solamente se sentía sobre las espaldas el látigo cruel y se esperaba la señal –que vendría de alguna parte algún día− para salir con grito y palo por el desquite. Tenga usted la seguridad que ninguno de los actores de aquel suceso conocía el significado del término «Boycott», y que es cierto lo que anota Quiroga de que muchos lo tomaron por el nombre de un personaje providencial, de un salvador. A este respecto, por lo demás, sólo estaríamos en presencia de un nuevo y curioso simbolismo de la palabra, que por odio al castigado ya había sido transfigurada por el doliente explotado en imagen convencional del castigo, pues todos sabemos que Boycott no es sino el apellido del primer propietario «boycoteado», que era un irlandés. Para la mente chaqueña de aquel lejano entonces, don Boycott, pues, resultaba ser una especie de irlandés, de nuevo cuño, totalmente opuesto al primitivo. Don Boycott era el que traía la reivindicación. Y Quiroga hace muy bien en señalar ese despropósito reñido con la historia, porque al hacerlo descubre con dos palabras la ingenuidad de aquella gente, con lo que destaca, de paso, que no es la palabra lo que importa sino la idea que lo alienta y sostiene.
Lo que a mí me parece que en Los precursores queda fielmente documentada es la pureza original que movilizó a aquella gente; la conmovedora inocencia que los impelió a seguir el trapo rojo de Vansuite(4). En aquella columna humana no podía haber más que el presentimiento de la existencia de una salida a la luz o de un huerto dentro del infierno.
Se me ocurre que toda primera rebelión de masas tuvo que ser así: desordenada, descabellada, desvalida y fuerte a la vez. Y pintoresca. Pero pura de toda pureza, porque brotaba de la tierra, como el león que se ve acorralado, de la guarida. El pensamiento del hombre no estaba aún intervenido por ningún concepto, ni el discurso desfigurado por metáfora alguna. El aprendizaje vino después, con sus cosas buenas y malas, como lo dice el peón que cuenta: «Sin él, que llevó primero el trapo rojo al frente de los mensús(5), no hubiéramos aprendido los que hoy día sabemos…».
Pienso, pues, que hay que manejar con cuidado las sutilezas, y que el crítico llamado a hacer una labor exhaustiva debe ubicarse bien en el tiempo y el medio, si quiere sacar conclusiones verdaderas. Suponer –por ejemplo− para abonar una argumentación que se propone demostrar algo, que los actores del cuento de Quiroga tenían alguna idea lúcida de lo social, conduciría al crítico a afirmaciones erróneas.
El mundo humano del cuento de Quiroga era de los más inocente y puro. Sus criaturas se me ocurren vírgenes y desnudas. Y tal el retrato que Quiroga hace de ellas, sin ánimo de despreciarlas.
2.- Hemos hallado un ejemplar del número 4 de «Sech» (marzo de 1937), revista de la Sociedad de escritores de Chile, que es una edición dedicada casi íntegramente a Quiroga. Se la envío en la inteligencia de que usted no la conoce y le resultará útil. Contiene ella tres artículos que me parecen muy buenos, de Glusberg, Rojas y Martínez Estrada, y otros, ya menos interesantes, de Montenegro y Hernández Catá. Figura allí, también, el discurso con que Alberto Gerchunoff(6) despidió, en nombre de la SADE(7); los restos del escritor desaparecido. He subrayado en tales artículos algunos párrafos sobre los cuales quiero llamar la atención de usted. He hecho, además, algunas acotaciones marginales, mientras operaba con el pensamiento de usted y el de los autores que iba leyendo. Las oposiciones de ustedes son verdaderamente notables, y algunas inexplicables, tanto, que hacen pensar en disposiciones previas, prejuicios y preconceptos, de los que hay que saberse cuidar porque son adulteradores del juicio recto.
Le envío también un recorte de «La Nación» con un artículo donde W. G. Weyland recoge algunos recuerdos de sus visitas a la casa de Quiroga en Olivos.
Le suplico que me cuide todo este material informativo y que me lo devuelva tan pronto lo desocupe, porque lo quiero conservar en mi archivo, por devoción a la memoria de Quiroga… y para la contingencia de que un día nos obliguen a salir en defensa de nuestro amigo.
Alguien supo decirme (¿usted?) con la intención seguramente de cargar la tinta en su imagen de un Quiroga desprovisto de simpatía por el semejante e inmoderadamente egoísta, que el escritor no quería ni oír hablar de aquel amigo a quien había dado muerte con un disparo casual. Pero, ¿es que se gana algo torturándose con el recuerdo de un hecho violento del que fuimos involuntario y desgraciado protagonista? ¿Y qué prueba en contra de nadie puede sacarse de la necesidad de olvidar? Pienso yo, y creo que pienso bien, que cuanto más sensible es el sujeto, más necesita del olvido absoluto de sus infortunios para alejarse del suicidio y poder seguir viviendo. Y es Quiroga –Que en El Desierto cambia su nombre por Subercasaux− quien nos da la dimensión de toda su tragedia, cuando escribe: «Supo al día siguiente, al abrir por casualidad el ropero, lo que es ver de golpe la ropa blanca de su mujer ya enterrada; y colgado, el vestido que ella no tuvo tiempo de estrenar. Conoció la necesidad perentoria y fatal, si se quiere seguir viviendo, de destruir hasta el último rastro del pasado, cuando quemó con los ojos fijos y secos las cartas por él escritas a su mujer, y que ella guardaba con más amor que sus trajes de ciudad… Duro, terriblemente duro aquello…(8)».
Naturalmente que en la operación intelectual de pasar de una cosa conocida a otra que se supone por la relación que tenga con la primera, las demostraciones de orden crítico pueden ser de lo más sorpresivas y contradictorias: y allí donde a mí me parezca ver un gran dolor que es contenido a duras penas para poder sobrevivir, usted sólo descubre un desordenado y excesivo celo de sí mismo, un frío egoísmo. Según usted, Quiroga sería un hombre cerrado que defiende su tranquilidad sobre todas las cosas; y según mi opinión no es más que un hombre a quien la pena está asfixiando. Y ambas deducciones son verosímiles y, por tanto, cuestionables. Mi ventaja sobre usted –si tengo alguna, aparte de mi intuición y mi vejez− consiste en que yo conocí de cerca a Quiroga. Tuve el privilegio, la buena suerte, de estar varias veces con él, ya en el café, ya en el acto cultural o en su propia casa. Compartí su mesa; pude mirarlo muy hondo en sus ojos, y bajar a su corazón, que encontré lleno de ternura. Lo vi trabajar y jugar y saltar como un niño. Vi como Darío –entonces un muchachón− no salía de la casa sin dejar un beso en la frente del padre, y cómo Eglé –una chiquilla− revoloteaba alrededor de su progenitor como un pájaro enamorado. Y este conocimiento del hombre en su hogar –como el de su lucha en su medio y en su tiempo− creo que debe ser consultado por quien se dé a la tarea de hacer un examen crítico de la obra de nuestro gran cuentista, y muy en especial porque la vida, el espíritu y la obra de Quiroga forman una sola cosa indivisible, tal como Glusberg y Rojas lo sostienen.
Frente al párrafo de El Desierto arriba transcripto, y que se me ocurre una confesión, usted puede conjeturar: « He aquí el hombre que busca justificarse, que tiene conciencia de su debilidad y se adelanta a defenderse de aquello de que será acusado un día». Pero yo puedo decir, con tanto o más derecho a ser oído, porque conocí la densidad espiritual de Quiroga y lo veo solo y desvalido con su gran alma frente al mundo: «Está sosteniendo, desesperadamente, con ambos brazos, para no morir aplastado, un muro de adversidades que se le viene encima».
De lo dicho se infiere que yo no pueda compartir su opinión de que Quiroga no confiaba en el hombre; de que lo comparaba con el animal salvaje y sacaba de la confrontación una ventaja para la fiera. Quiroga, es cierto, se nos presenta por momentos escéptico y cruel, inclinado a negar y castigar al hombre; pero era porque el hombre no respondía a su esperanza, al gran amor que alentaba por él. Era un impaciente. Su anarquismo resulta de esta impaciencia amorosa, de su incapacidad para esperar. Sólo el que ama tiene derecho de castigar –dice el poeta hindú−. Hay que saber hallar esa razón de amor en los hilillos de crueldad, de burla, de ironía, que vienen mezclados con la ternura de su lenguaje. Creo, en suma, que el corazón de Quiroga estaba lleno de piedad y que había en él un gran interés por el hombre y su destino.
Le saludo muy afectuosamente, y me quedo a la espera de sus noticias. Me agradaría saber si Glusberg le ha respondido, y en qué términos.
Suyo afmo.
José Pedroni
Nota: En mayo de 1957, en «El Fogón de los Arrieros», de Resistencia, calle Brown 188, Justo C. Morales dio una conferencia sobre «Quiroga maestro de escuela». Le doy la noticia, por si le interesa conocer ese aspecto poco divulgado de las actividades del gran cuentista, que hizo de todo; por intermedio de Aldo Boglietti puede usted conseguir el texto de la conferencia o llegar hasta el autor, si es que no lo conociera.
(1) Roberto Salama: Periodista, escritor y crítico literario Argentino nacido en 1922. (N del E)
(2) Quiroga Horacio Silvestre (Salto, Uruguay, 31 de diciembre de 1878 – Buenos Aires, Argentina, 19 de febrero de 1937), cuentista, dramaturgo y poeta uruguayo. Fue el maestro del cuento latinoamericano, de prosa vívida, naturalista y modernista. (N del E)
(3) Evaristo Stessens: (1915 - 1967) escritor y periodista esperancino. (N del E)
(4) Vansuite: Personaje del libro “Los precursores” de Horacio Quiroga. (N del E)
(5) Mensú: nombre que recibe el trabajador rural de la selva en la zona de Paraguay y las provincias argentinas de Corrientes y Misiones, y en particular el trabajador de las plantaciones de yerba mate. El término, de origen guaraní, proviene de la palabra española "mensual", referida a la frecuencia del pago del salario. (N del E)
(6) Alberto Gerchunoff: (Proskurov, Imperio ruso, 1 de enero de 1883 - Buenos Aires, Argentina, 2 de marzo de 1950) fue un escritor y periodista argentino. Escribió numerosas obras, entre las cuales se destacó Los gauchos judíos, posteriormente llevada al cine. (N del E)
(7) SADE: Sociedad Argentina de Escritores. (N del E)
(8) Horacio Quiroga en su libro “El Desierto” se refugia en el personaje de Subercasaux para relatar su propia tragedia: Durante 1915 y viviendo Quiroga en Misiones con su esposa Ana María Cires, ésta se suicida con veneno luego de una violenta pelea con el escritor. (N del E)