Las cosas simples de la vida
Un sábado de invierno de 1953 o de 1954 (yo tenía 16 ó 17 años), después del almuerzo, tomé el colectivo de Esperanza y a eso de las tres y media o cuatro, ante una puerta que todavía hoy creo recordar con claridad, toqué el timbre, esperé tembloroso un momento, y cuando me abrieron y me invitaron a pasar, al transponer el umbral, entré a la vez, con el mismo paso inseguro, en la casa de José Pedroni y en la literatura. Unos días antes lo había llamado para pedirle una cita, y la escena febrilmente imaginada acababa de actualizarse.
En mis lecturas de ese momento, la poesía argentina posterior a Lugones, y en un sentido más general posterior al modernismo, ocupaba un lugar importante. En la cesura que se abrió en nuestro país entre el modernismo y la vanguardia, la cual se propagó más rápido en otros países de nuestro continente, alcanzando ya en las décadas del veinte y del treinta sus logros más intensos en la obra de Vallejo, de Huidobro y de Neruda, en ese momento en que la estética del modernismo que había transfigurado la poesía de nuestro idioma se volvió impracticable hasta para los propios modernistas, una corriente poética iniciada en la década del diez por Evaristo Carriego y Baldomero Fernández Moreno, a la que podríamos dar la apelación genérica de sencillismo, alcanzó una considerable difusión.
Ciertos libros de Lugones, como los Poemas solariegos y más tarde los Romances del Río Seco, habían sancionado tal vez esa transición, y para la generación del 22, aun en las capillas de los ultraístas o de los funambulescos, los temas y el lenguaje de la vida cotidiana habían desterrado definitivamente la opulencia verbal y el exotismo de la poesía modernista. Con palabras simples, los poetas de entonces cantaban las cosas simples de la vida. Es obvio que, a pesar de su ilusión de escapar de la literatura para reintegrarse a la vida, común a casi todas las generaciones de nuevos poetas (salvo justamente la del modernismo), no se habían internado en la improbable realidad sino que se habían limitado a cambiar de estética. Esa sencillez de la emoción y esa llaneza exacta de los versos que la expresan, esa "asociación de una índole y de un instrumento" que para Lugones constituye la esencia de la poesía, definen la obra de José Pedroni. En "El hermano luminoso", el texto que escribió en 1926 para saludar Gracia Plena , después de exponer una vez más su obsesiva defensa de la rima, iniciada en el prólogo de Lunario sentimental , Lugones, preciso y penetrable, define al joven poeta como un "místico a la manera pagana de las églogas". El goce agradecido de las cosas del mundo que expresa su poesía justifica esa descripción, que sin embargo sería incompleta si no añadiésemos que, en su desarrollo ulterior, y particularmente en El pan nuestro y en Monsieur Jaquín, sus poemas incorporan un importante elemento narrativo.
Durante los primeros años de mi adolescencia, después de la ebriedad del modernismo y antes del deslumbramiento de la vanguardia, esa poesía argentina, realista y coloquial, de la que Pedroni es uno de los más típicos representantes, ejerció sobre mí una influencia más que considerable, y durante dos o tres años llené cuadernos enteros con imitaciones de su poesía, de la de Fernández Moreno, Horacio Rega Molina, etcétera. Los primeros poemas que publiqué, allá por 1954, llevan la marca evidente de esa influencia. Es difícil saber dónde van a parar, durante la evolución a menudo vertiginosa de un poeta adolescente, las etapas que va dejando atrás, las formas poéticas que frecuentó y las emociones y las reflexiones que suscitaron, pero es más que seguro que, aunque hayan salido para siempre de su memoria consciente, han pasado a integrar de un modo u otro sus preferencias técnicas y formales, su instinto, sus reflejos de escritura. Tanta pasión, en un período de la existencia en el que la pasión organiza todas las facetas de la personalidad, deja sin duda huellas profundas en la práctica de la literatura. En mi caso, si bien un par de años más tarde, gracias a Hugo Gola, a Juan L. Ortiz y a muchos otros, ya estaba buscando caminos diferentes de los de Pedroni para la poesía, muchos de sus versos me acompañan todavía.
Aquella "tarde gris y fría de invierno", entrar en la casa de Pedroni, como decía, fue como penetrar en el mundo, más atrayente que el que llaman real, de la literatura. Si Pedroni no fue el primer poeta que leí, fue sin la menor duda el primero que conocí y que admiré personalmente. La increíble emoción de tenerlo sentado frente a mí, atildado, atento y cordial, escuchando la lectura de mis poemas junto al fuego feliz de la chimenea, es sin duda uno de los más hermosos recuerdos de mi adolescencia, lo que equivale a decir: de mi vida.
La última vez que lo vi fue en mi propia casa, en Colastiné Norte, un par de años antes de su muerte. Lo habían nombrado, durante la presidencia de Illia, director de Cultura de la provincia, y un mediodía vino a comer un asado, con Gola y conmigo. Pasamos un par de horas los tres charlando de poesía y de política, en un día luminoso de primavera. Era el mismo Pedroni de siempre, afable, discreto, atento. Cuando se fue, Gola y yo nos quedamos tomando una última copa de vino y comentando la visita: habíamos pasado un buen momento con alguien con quien, a pesar de nuestras diferencias estéticas, compartíamos el idioma común de la poesía.
Entre los muchos versos de Pedroni que hasta hoy me acompañan, hago mío el último de la "Sexta luna": mi corazón venido del desierto . . .
Por Juan José Saer(*)
Para “La Nación” – Setiembre de 1999
(*) Juan José Saer (Serodino, provincia de Santa Fe, 28 de junio de 1937 - París, Francia, 11 de junio de 2005) fue un escritor argentino, considerado no sólo uno de los escritores más importantes de ese país, sino también uno de los ensayistas y novelistas más influyentes del siglo XX.
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