André Martinet
Champagnole, Francia, 4/8/64 (United Press) – Las cuadrillas de auxilio extrajeron hoy uno a uno a los nueve exhaustos mineros franceses de la tumba subterránea en que estuvieron encerrados más de 8 días, al desplomarse el techo de la galería en que trabajaban. Martinet, “el hombre de hierro” del grupo fue el último en salir de la cápsula. “Al fin ganamos” exclamó, al avisar por teléfono que el taladro había llegado al lugar en que ellos estaban.
Este es el hombre.
Es del pecho de su blusa azul
que arrancó estos botones
_no de sus hombreras_
y que los guardó como soles.
Dichosa la mujer
que le cosió los pantalones.
André Martinet, el minero.
Hizo la luz en el fondo de la tierra
para sus compañeros;
mató a la muerte
que hablaba por teléfono,
que decía:
“Estoy a ochenta metros.
¿Me oyen?
Ellos ya tienen sueño.
Pierre Conus, casi un niño,
llora en el suelo.
Martinet,
martillo y hierro.
Hizo el día en el fondo de la tierra
para sus compañeros.
El verdadero día.
El no tenía miedo.
Lo sacó de sí mismo.
Se lo arrancó de adentro.
Era un carbón azul,
un corazón ardiendo.
Le dijo “tómalo”,
a Pablo, a Juan, a Pedro. . .
Los nueve hombres se pasaban
de mano en mano el fuego.
Se calentaban.
Se contaban cuentos.
Arriba estaba el mundo.
La noche estaba arriba, a ochenta metros.
La noche estaba arriba, sí, señores.
El día estaba en el infierno,
allá abajo, en la tumba
de los nueve mineros,
donde André Martinet
hablaba por teléfono.
Cerraron los ojos al sol
cuando fueron saliendo.
No oían las aclamaciones.
Se pusieron unos lentes negros.
Estaban extenuados.
Pero eran otros hombres.
Reconocieron a la muerte
entre los señores.
Y se rieron de ella,
de su antifaz de hacer la corte.
Traían una nueva luz
en sus corazones,
la de André Martinet,
el capataz de Champagnole.
Todas las flores del mundo
se gastan en cañones.
Los árboles atónitos
crecen con pena para el hombre.
Mirad las vigas carcomidas
en las cuevas del cobre.
Esa es la muerte enmascarada
que sube y baja con los ascensores.
Las estrellas se encienden para nadie.
El lobo aúlla, insomne.
Los pájaros se van
a los oscuros montes.
¡Pero tú, Martinet,
martillo y hierro;
tú y la mujer de tu costilla,
entre nosotros, nuevo!
Has llegado del fondo de la tierra
otra vez con el fuego.
¡Martinet,
ángel de los infiernos,
rebelde de la tumbas,
capataz de mineros!
Mírame. Estoy siguiéndote.
Junto tus chispas en el suelo.
Y no tengo vergüenza.
Yo soy el pueblo.
Algún día la gente
saldrá a la calle sin su nombre.
Ningún árbol ha dicho todavía:
“yo soy el roble”.
También saldrá el poeta.
Tal vez no caigan flores.
De carne y hueso
serán sus canciones.
Saldrá de blusa azul
y se pondrá de parte de los hombres,
del inocente trigo,
de la paloma de la torre.
E iremos todos a buscar el canto
al corazón del bosque.
1964