En la inmensidad del campo
una lámpara encendida.
Bajo la luz un muchacho
al que se le va la vida.
El muchacho sueña, sueña
que está sano y que es de día:
que en un caballo se va,
que se va mirando arriba.
De pronto se halló en tu pueblo
besándote de puntillas.
Le llevabas cinco años
y te llamabas Georgina.
(El hubiera preferido
que te llamaras María.
Tu nombre se le enredaba
en su boca campesina).
Nunca te pudo decir
¡ay, nunca! que te quería,
aunque todas las mañanas
se lo dijera a la Pinta.
(La Pinta, una vaca mansa
cuya leche te bebías.
El era quien la ordeñaba
con el lucero por mira,
apuntando a tu recuerdo
sobre el mar de las espigas)
Nunca te pudo decir
¡ay, nunca! que te quería.
¡Siempre estabas tan hermosa
y siempre tan bien vestida!
Cuando llamaba a tu puerta
_a las seis todos los días_,
la cara, a disgusto suyo,
de golpe se le encendía;
su corazón era un pájaro,
en una jaula caída,
y no sabía que hacer
con su palabra sencilla,
rompiéndosele en las manos
como un paquete de harina.
Pero esta vez, esta vez,
qué coraje que tenía.
Estaba cerrando a besos
tus ojos de agua tranquila,
y te iba a llevar al campo
cuando te viera dormida.
Tú estabas pálida como
sabiendo que se moría.
Qué cosas dijo a tu oído
que nunca supo despierto.
Las más hermosas palabras
le salían sin esfuerzo.
De la boca, como pájaros,
se le volaban de a ciento.
Ibanse haciendo figuras
de la luna y de tu cuerpo:
La leche tibia en el balde,
la paloma sobre el techo.
La guitarra y tu cintura,
la golondrina y tu pelo.
La granada de tu boca,
el ánfora de tu cuello. . .
¡Cuántas cosas y qué bellas
de todo lo que era cierto!
Tú, con los ojos cerrados,
le oías, pero con miedo.
El viento tras de los pájaros
a los árboles volvía,
cuando él a campo traviesa
te trajo alzada y dormida.
Lo mismo que una persona
vino a su encuentro la Pinta,
que te despertó soplando
en la tierra removida.
Lejos, caída en el agua,
flotaba tu capelina.
Más lejos, sobre la hierba,
daba tumbos tu sombrilla.
De sus cintas la arrastraban
perros que no se veían.
Tuyo es este sol _te dijo_
que cae en la tierra mía;
tuya esa liebre que huye;
tuya mi casa pajiza;
tuyo todo este linar
de azules ojos de niña,
y tuyo aquel río de oro,
con sauces en las orillas,
que ahora voy a traerte
por los brazos que me estira.
Y se fue a buscar el río,
¡ay, se fue mirando arriba!
Lo mismo que una persona
lo siguió un trecho la Pinta.
Tú te pusiste a llorar:
¡Nunca, nunca volvería!