Vuelven de nuestras puertas
de adivinar la suerte.
Son tres. Las tres iguales.
Son las mismas de siempre.
Cada cual conduciendo
su cántaro de meses
(léase chiquilines)
en las espaldas fuertes.
Llevan los pechos sueltos.
Lucen hermosos dientes.
Y unas tamañas trenzas
_las últimas_ de aceite.
Pesadas de medallas
y de amuletos verdes.
Van hacia unos maltrechos
camiones sin patente,
que aguardan campo afuera
donde el lino florece.
Ahora viajan en auto
como toda la gente.
No son para tomarlas
porque su piel escuece.
Entre sus piernas duras
la comadreja duerme.
Que no es el conejillo
de los cuentos de Oriente.
Nada de olor a ámbar;
nada de muslos-peces.
Cobre, tan sólo cobre;
nueces, tan sólo nueces.
Verlas y no tocarlas
como al cardón mordiente.
Tocándolas te llenas. . .
(lector, tú me comprendes).
Huyendo por el campo
es hermosa la liebre.
Los nidos son hermosos
mientras no los remueves.
Siéntate en el camino
sobre una sombra breve.
Por persuasión del trébol,
las tres circularmente.
Y cada cual, lo mismo
que las demás mujeres,
(¡oh, eterno movimiento
de la mano obediente!)
como de un tibio nido
a un pájaro que duerme,
saca a la luz del día
su pecho de aguafuerte,
acídulo y lechoso
como la fruta verde.
(lo de acídulo es sólo
aprensión de mi mente),
y se lo da a su vástago
de pelo reluciente,
que hunde en él sus narices,
que lo araña y lo muerde.
Sus vestidos se aplanan
sobre la hierba muelle,
y formas una mancha
de verbena silvestre.
Los pájaros las miran
y las bestias las huelen.
Ellas están calladas.
Ellas no se conmueven.
Sus seis ojos iguales
miran el sol poniente.
Lejos _sierpe tocada_,
el río se retuerce.
¡Qué tengo yo de zíngaro
para esperarlas siempre,
no obstante su habla obscura,
su risa cruel, su aceite;
con todo lo que roban
y todo lo que mienten!