Madre, aunque te haga llorar,
amo al herrero fogoso,
con todo mi cuerpo blanco,
por todo su cuerpo rojo.
En el baile, frente a mí,
qué alegre estaba y qué hermoso.
Quise no bailar con él;
no pude bailar con otro.
Cuando me abrazó, en los suyos,
puse a calentar mis ojos.
Sentí el hierro en mi cintura;
hierro y humo en mi contorno.
De su pelo me caían
estrellas sobre los hombros,
de su pelo ensortijado,
con algo de fuego y oro.
Y me llené de un temblor
mezcla de miedo y de gozo;
el mismo temblor del agua
con un carbón en el fondo.
Madre, hacia el lado del fuego;
madre, hacia los altos hornos
se vuelve todo mi cuerpo
como un girasol redondo.
Madre, hacia el lado del fuego
donde está el herrero torvo,
desnudo de espalda y de pecho,
con una maza en el hombro.
¡Ay, que los campos están
ardiéndose en el bochorno!
mi boca llena de sed;
mi pelo lleno de polvo.
Madre, porque ya no sueño
sino con flores de aromo;
madre, porque sólo veo
espigas y pechirrojos.
Por el ocio de mis pechos
pesados, como de plomo;
por el frío de mis pies
que no quieren dormir solos.
Por mi vestido enredado;
por mi palidez de hongo.
¡Madre, déjame casar
con el herrero fogoso!
Forjada a mano mi cama,
toda de hierro redondo.