Se apaga la luz y vuelve
en el almacén de vinos.
Severo Viñas no duerme.
Qué larga noche, de estío.
Llegó el canto que despierta,
de tierra extraña traído.
Severo Viñas no duerme.
Se ha puesto a mirar el río.
La nostalgia está cantando
en un vapor argentino.
Frente a Santa Fe callada
canta el dolor detenido.
Severo Viñas no duerme.
Tiene espinas de fastidio.
“¡Abran de una vez las puertas!
¡Dejen entrar al los gringos!”
El canto baja por fin,
demudado, contenido.
Lleva una espiga en la mano.
Lo siguen mujer y niño.
El canto vaga cantando
de un domingo a otro domingo;
mira con ojos azules,
duerme con pelo de lino.
El canto está en todas partes
-en la plaza, en el cabildo-,
con una espiga en la mano,
con una rama de olivo.
Severo Viñas protesta
por el canto mal querido:
“¡Abran de una vez las puertas!
¡Dejen entrar a los gringos!”.
El canto come en la calle
lo que dejan los vecinos.
El canto trueca en caballos
sus relojes de bolsillo.
Cambia su oro de esperanza
por oro en flor de aromito,
por plata de luna nueva
y por cobre de sol indio.
Al cabo de seis semanas
ya ha montado por sí mismo;
ya está sin pena y en marcha
el canto de sol y trigo.
Severo Viñas escucha.
El alba es dulce, de estío.
Se va el canto tierra adentro
con hombre, mujer y niño.