La yegua de Wéndel Gietz
. . . los paisanos del contorno creían engañarlos,
trocándoles un caballo por un reloj de bolsillo. . .
Carlos A. Aldao: “Los Caudillos”,
Bs. As., 1925, nota de la pag. 34.
Wéndel Gietz labrador compró una yegua doradilla.
Antes de comprarla consultó con su mujer,
como se hace en toda buena familia,
y su mujer, que tenía en las manos dos largas agujas
y en el regazo una cestilla,
le dijo: “Cómprala.
La llamaremos Maravilla”.
No sé por qué elegiría este nombre la mujer de Gietz,
tan suave y tan sencilla.
Verdad que la yegua era hermosa.
Tenía el color de la miel que brilla;
la cabeza eminente;
los ojos tocados con una lucecilla.
También es verdad que en aquel momento
habían cesado dolor y rencilla.
Los hombres, a punto de partir,
iban y venían con guadaña y horquilla,
y las mujeres se cambiaban dulces palabras,
como amor, esperanza, paloma, semilla. . .
Ella le dijo: “Cómprala.
Me llevarás en la silla”.
Y Wéndel Gietz trocó por un caballo
su pequeño reloj de campanilla.
Con su yegua de oro,
luego de besar a su mujer en la mejilla,
Wéndel Gietz fue en busca de su árbol,
en la boca una cancioncilla.
Con su yegua de oro llegó a un río con ángel.
Lo vadeó, como mandaba la cartilla,
y levantando pájaros desembocó en un abra
que era de verbena y manzanilla.
Con su yegua de oro tomó posesión de la tierra;
reconoció monte y orilla;
rondó el naciente trigo; patrulló el horizonte;
pisoteó la mies cuando la trilla.
Con su yegua de oro
fue a dar gracias a Dios, a la capilla.
Por su yegua de oro, fulgurante,
supo la hablilla
si Wéndel Gietz alzaba el codo
o hincaba la rodilla.
Cuando se la robaron,
Wéndel Gietz hizo con su silencio una gavilla,
y fue con ella a cuestas de la casa al camino;
de la taberna a la capilla.
Lo habían derribado.
Le quedaba en la mano una varilla.
Hacia el lado del indio alguna vez
se iba su mirada, de guerrilla,
y la de su mujer, llevada por el aire,
como una plumilla.
El se detenía con el hacha;
ella con el cedazo a la escudilla.
Los dos paseaban su silencio
por el ocaso de arcilla.
Pero el indio no devolvió la presa.
Era de oro la doradilla.
Pasó toda la vida de un caballo.
El árbol de la casa se abrió como sombrilla.
Se marcharon los hijos; se dividió la tierra;
prosperó la villa.
Pero Wéndel Gietz no podía olvidarse
de su veloz doradilla.
La llevaba en el corazón cansado.
Era su dulce astilla.
¿Te acuerdas? –le preguntaba a su mujer
noche tras noche,
lleno de días en su silla-,
y su mujer, que seguía teniendo agujas en las manos
y en el enfaldo una cestilla,
le respondía “Si”, moviendo dulcemente la cabeza,
toda de nieve sobre la puntilla.
Jaquín que era poeta,
le hizo al noble vecino una alegre letrilla
con langosta voraz, indio que roba
y labrador que arroja la semilla.
Era para cantar.
Se titulaba Maravilla,
y estaba llena de palabras dulces,
como pájaro, flor, río, gramilla. . .