En su viejo carrito de dos ruedas
la moza trajo los bizcochos frescos;
te miró de reojo la cintura,
y se fue sonriendo.
Con la vasija para el vino tinto
salí tras ella en dirección al pueblo;
la alcancé en siete puertas, ¡y la pobre,
ya lo estaba diciendo!
Por la calle volví con un amigo
hablando solo del amor materno;
pero de pronto me quedé confuso:
¡se lo estaba diciendo!
Amiga, de que valen tu recato
y mi palabra de guardar silencio,
si en ti ya lo descubren y yo mismo
a todos se lo cuento.
Sal a la puerta para ver la gente,
camina por el sol, ponte en el viento,
y que lo que ha de venir para mi dicha
ya se te ve en el cuerpo.
Entregada al orgullo de mi brazo,
deja por fin la sombra de mi pecho,
que a los ojos del cielo y de la tierra
será santo tu aspecto.
Y aunque pocos comprendan la grandeza
de lo que estás haciendo,
a la vista de todos, sin palabras,
te pasearé en el pueblo.