Llevo una mariposa, llevo una mariposa
posada en mi camisa de jerguita lanosa.
La vi con regocijo cuando salí al camino,
después de haber cruzado todo el linar vecino.
En cada alita abierta, que un pétalo figura,
tiene una mancha roja como de sangre pura.
Huevos así manchados, en la cálida hora,
pone en su primer nido la paloma que llora.
Tal vez un rapazuelo, de esos que buscan nidos,
le apretó las alitas con los dedos heridos.
Y la soltó en el monte, de donde, presurosa,
con la señal de sangre volvió la mariposa.
Me aparté del sendero para pisar sin ruido,
y voy andando quedo sobre el trébol mullido.
Nadie silbarme quiera, nadie me salga al paso,
nadie mi nombre grite, pues a nadie haré caso.
Dejen de hablar las mozas y de cantar las madres;
tú, leñador, no leñes, y tú, lebrel, no ladres.
Que a la mujer amada -regalo de mi vida-
así quiero llevarle la mariposa herida.