Ya no sales conmigo cuando parto
ni vienes a mi encuentro cuando llego.
Andas con tu rubor de cuarto en cuarto,
pájaro triste, animalito ciego.
Andas. . . Y santifica nuestra casa
la presencia de Dios en tu fatiga,
como hace grave nuestra cena escasa
la simple vestidura que te abriga.
Y al verte muda, vacilante, opresa,
siento en las manos un temblor divino,
que se acrecienta si al tender la mesa,
sobre el mantel se te derrama el vino.
Por eso adquiere en mi temor cristiano
un suceso común, hondo sentido:
la copa que se cae de tu mano
o el clavo que desgarra tu vestido.
Y a remorderme en esta vida nueva,
viene un recuerdo y otro del olvido:
la cría inerme que ultimé en la cueva
y la paloma que atrapé en el nido.
Y cada vez que tu aflicción callada
te deja en algún sitio recogida,
mis ojos ven en ti, transfigurada,
la liebre madre que maté dormida.