1ª Carta a José Portogalo (*)
Esperanza, 3 de febrero de 1953
Querido Portogalo:
Aquí tengo la amable carta de usted de fecha 23 de enero próximo pasado, que recibí hace algunos días. Le agradezco las lindas cosas que me dice, y me alegra que mis últimos poemas le hayan gustado. Con esos trabajos, y algunos más de tónica parecida que tengo entre manos, publicaré este año Cantos del hombre, con la esperanza que se diga de ellos, de ese libro, lo que yo pienso: que es lo mejor que he hecho. Veré también si en el 53 entrego a la imprenta Monsieur Jaquín, otro libro que tengo a medio hacer y en el que pienso reunir todos mis poemas sobre la colonización. Jaquín fue uno de los tantos colonos que Aarón Castellanos contrató en Suiza para fundar la primera colonia agrícola del país, que es Esperanza. Pero Jaquín era poeta, lo cual justifica el título de mi obra. Su choza fue visitada en el año 1864 por los redactores del «Ferro-carril», de Rosario, que dijeron de él: «M. Jaquín vive sólo como conviene a un hijo de las musas. La única pieza de que se compone su choza está llena de trabajos de su oficio: virutas y papeles». Son pocas las poesías que han quedado de este antecesor mío, que amó y trabajó la tierra. Hay una muy bella en un libro inglés, impreso hace más de 70 años. El trabajo que está en francés, se titula «Les Nouvelles á ma soeur», y empieza así:
Il y a longtemps que je tarde de t’ecrire
pour malheur d’une exacte verité;
mais aujourd’hui ce que j’ai á te dire
va, je crois, bien affecter ta bonté.
Refrain:
Pauvre Melanie, á la Colonie
l’on muert presque de faim.
Tout en travaillant bien
l’indigence en France este de préference
a ce gran terrain
qui nous rapporte rien.
Depuis trois ans que je cultive mes terres
bien des fracas m’est venu d’assaillir;
j’ais vu périr moissons tout entiers,
sans qu’il me reste de quoi me nourrir.
Refrain:
Pauvree Melanie, etc. . .
Cuya traducción es más o menos la siguiente:
Hace mucho tiempo que estoy tardando en escribirte,
por desgracia, de una exacta verdad;
pero hoy lo que te voy a decir
creo que mucho va a afectar tu bondad.
Estribillo:
Pobre Melania, en la Colonia
casi uno se muere de hambre.
La indigencia en Francia es de preferencia
a estos grandes terrenos
que no producen nada.
Al cabo de tres años que cultivo mis tierras
muchos fracasos me han sobrevenido.
He visto perecer todas enteras mis cosechas
sin que quedara con que alimentarme.
Estribillo:
Pobre Melania, etc. . .
Aparte de estos dos libros en trabajo, tendré que dar cumplimiento a un contrato que acabo de firmar con la editorial Kraft, para ese itinerario de la poesía argentina que ellos vienen haciendo por provincias. El libro se llamará Santa Fe puerta de la tierra.
Como usted ve, hay mucho trigo que emparvar, como dicen por aquí.
Naturalmente que Jaquín tendrá en el libro de su nombre el poema correspondiente. Ahí va:
Monsieur Jaquín
Salve Monsieur Jaquín; gloria a tu nombre;
gloria a ti como poeta y como hombre.
Gloria a tu corazón
que, llegado a la selva, se inclinó por la canción;
gloria a tu descrédito de no haber hecho nada
(devolviste la tierra como te fuera dada;
la amaste como era);
gloria a tu pasatiempo de labrar la madera,
sólo para esconder tu verso en la viruta;
gloria a tu pereza absoluta.
Gloria a tu respeto por la bestia y el ave;
gloria a todo lo que de ti se sabe:
a tu afición
de grabar tus enseres a punta de formón;
a tu costumbre
de compartir con canes tu pitanza y tu lumbre;
a tu resolución
de no arrancar un árbol: “El que quiera una cama
o una cuna, me ha de traer la rama. . .”
Y después, con unción:
“Haz tu cuna, mujer, de una rama madura,
que sea de tu tierra, la de tu vida dura.
Córtela para ti, sin lastimarla, tu marido.
Le dirás: _Corta aquélla que el viento haya mecido.”
Salve Monsieur Jaquín; gloria a tu nombre;
gloria a ti como poeta y como hombre.
Gloria a tu éxtasis, sobre la tierra echado;
gloria a tu dulce no hacer;
gloria a tu inmovilidad frente al Salado,
a quien, a falta de mujer,
le decías tu verso, de pena traspasado,
y los de Lamartine y Beranger.
Gloria a tu rancho donde tu verso se hizo;
gloria a tu rancho que en tierra se deshizo.
Salve, Monsieur Jaquín. Allá arriba, contigo,
están todos los pájaros que conocieron tu trigo;
todas las palomas que no mataste aquí;
todas alrededor de ti:
en tu hombro el hornero;
en tu barba el colibrí,
en tu pecho, picando, el carpintero. . .
Todos allá en el cielo, donde, en planchas de cera,
grabas tu verso breve
y alguna vez cepillas la madera,
a juzgar por la nieve.
También tendrá su poema la dulce hermana tutelar: Melania. Pero no es el caso de darlo entero aquí. Confórmese usted con el comienzo, que es este:
Melania, oh Melania; yo te imagino en una lejana aldea
de los Alpes franceses; no como a Dorotea,
la de Wordsworth, feliz, sino como a María,
la de Páscoli, triste. Dorotea era el día.
Tú eres la noche blanca, y en ella, sola, ausente,
estás tejiendo dolorosamente. . .
Usted quiere hacer una nota sobre mi persona para «Noticias Gráficas». He leído la que me manda, como muestra, sobre Spilimbergo. su plan es bueno. Pero es difícil hablar de sí mismo; es difícil y nada agradable. En mi caso, es hasta un poco triste, como usted verá.
Quizá eso explique mi prolongada resistencia a esta clase de reportaje. Pero esta vez no puedo dejar sin respuesta –como he hecho con otras− la carta de un amigo tan querido; de un colega que tanto respeto en la calidad de su obra y la honradez de su conducta. Usted no es un curioso más, de esos que se complacen con poseer, remover y deformar sin piedad el pasado y la intimidad del escritor. Usted es un poeta, un igual mío en el pudor y el dolor, y sabrá hacer uso discreto de las confesiones que voy a hacerle. Usted no ignora, porque lo vive, que Hugo tenía razón cuando dijo que el poeta llevaba un mundo enfermo dentro de sí, donde los recuerdos, aún aquellos que nos son caros, se mueven como fantasmas dolorosos. Alguna vez hablamos sobre este punto con Horacio Quiroga. Él también defendía de la voracidad pública su mundo íntimo. «Es a la vez rico y miserable −decía−, y no quiero darlo, porque es lo único que me queda». En la función de clavecino público que Gautier asigna a los poetas; de instrumento al servicio de la emoción popular, es, ciertamente muy poco lo que nos queda en la madurez de la vida: el recuerdo de unos pocos hechos insignificantes, pero vírgenes, cuyo valor es el de un hilo de agua, de tan poco caudal, que no puede compartirse. Con todo, a usted no puedo decirle que no. Por primera vez voy a contar algunas cosas de mi vida. Lo hago por aquel alto concepto que usted me merece, y como una contribución al propósito de sus notas, que comparto. No puedo negarme, en verdad, que usted presente mi ejemplo a la consideración del pueblo, porque yo sí he tenido esa infancia descalza y esa adolescencia trabajada a que usted alude. Algunas conclusiones saludables para el carácter y el espíritu podrán sacar, del relato que usted haga de mis dificultades superadas, aquellos que empiezan a vivir y que algo tienen que hacer o decir para bien de los demás. A los que tienen reservado ese destino, les vendrá bien saber lo que me ha costado «dar mi mensaje de amor, solidaridad y belleza», para decirlo con sus propias palabras. Claro que no todo lo mío le ha de servir como modelo en el propósito que usted lleva de estimular y advertir. Algún error he cometido; pero lo tengo como accidente del mal camino transitado y de la soledad del viajero. Éste no tuvo protectores ni consejeros. Se hizo a la vida como el pájaro. Nadie le advirtió: «allí está el arma», dijo: «allá la celada». Sorteó los obstáculos como pudo. En ello lo ayudó el instinto. Y aquí lo tiene usted, ya al final de la jornada, con algunos pecados pero con el alma salvada y la conciencia tranquila. Estoy satisfecho y me siento fuerte. Puedo decir que las vicisitudes templan el ánimo, como el hacha forja el músculo. A pesar de mis 53 años y del infarto del año pasado, que me tuvo al borde de la muerte, mi entusiasmo no ha sufrido desmedro. Me siento joven y optimista; con voluntad de andar metido en la columna del pueblo y de hacer con él su camino de dolor y esperanza.
Nací en Gálvez, provincia de Santa Fe, el día 21 de setiembre de 1899. Mis padres: Gaspar Pedroni y Felisa Fantino, naturales de Lombardía y Piamonte, respectivamente; constructor él; obrera hilandera ella. Se casaron en Gálvez y tuvieron 11 hijos, de los cuales yo soy el octavo. De mis hermanos murieron tres (los dos primeros de corta edad, varones ambos, y Ercilia, ya moza, de la que hablaré más adelante). Mis padres ya no existen. Murieron en Rosario, ciudad en la que pasaron sus últimos años. Los que vivimos, pues, somos 8, cuatro varones y cuatro mujeres; todos de edad madura y con familia. Mi hermana mayor, casada con un español, vive en la península desde hace muchos años. Es la Carolina que yo nombro en «Palabras a la mesa». Ha tenido muchos hijos, argentinos unos, españoles otros. Ercilia, también recordada en ese poema, murió joven y enamorada. Era mi ángel tutelar. Ella leyó mis primeros versos, mucho antes de que vieran la luz en «El Popular» que en Gálvez dirigía un español inolvidable: Arturo Vázquez Basanta. En mi libro Poemas y palabras hay una poesía dedicada a este periodista que no olvido. Titulase ella «Palabras a Vázquez periodista», y dice por ahí:
Vázquez: es hora que lo diga;
tú el falso triste,
tú el lobo, tú, la ortiga;
solo tú fuiste.
En tu pizarra: “El Popular”,
hice el primer palote:
un verso malo, pero muy malo,
al mar.
(¿Era al mar, Vázquez, o a Don Quijote?)
Y cuando la gente se quiso burlar,
tú levantaste, pálido, tu palo.
Fumando a pasos largos,
mi padre sufría
por la vergüenza de su hijo,
y los ojos de mi madre, fijos,
eran los grandes y amargos
de María.
Pero tú fuiste a ellos
con tu profecía:
_Honrados serán vuestros cabellos.
Tened fe, tened fe,
que ya en la alegría
o ya en el dolor,
sola, la flor
florecerá en su día.
Y así fue.
Con el hogar lleno de hijos grandes y pequeños a los que había que alimentar y vestir, mi padre –un hombre trabajador, nervioso, dominante y de poco discurso− no admitía que se «perdiera el tiempo» en cosas que no rendían pan y que nada representaban. Había que trabajar en algo; los varones con él, en las obras de albañilería; las mujeres cosiendo para afuera; la esposa cuidando los párvulos, lavando la ropa, haciendo las comidas, regando la quinta. Tengo en los oídos, para siempre, el rumor de la máquina de coser de mi madre y el golpe, como de picotazo, de sus grandes tijeras constructoras. Este trabajo lo hacía mi madre en horas de la noche. Apenas quitado el mantel de la mesa, la autora de mis días, abría la bolsa de trapos sobre la mesa y reanudaba el corte y la costura de pantalones y camisas. Solía sorprenderla el canto del gallo. De cuando en cuando, hacía una recorrida por los dormitorios, lámpara en alto; cubría a los destapados y observaba al enfermo (que siempre había alguno con sarampión o escarlatina). Yo fui, ciertamente, el más delicado de sus hijos: la enterocolitis y el tifus estuvieron a punto de malograr al poeta. Como Hudson, tuve largas convalecencias. En los «Poemas de la madre» he recordado estos episodios de mi vida. Los verá usted en Poemas y palabras, si tiene en manos ese libro mío.
Como digo, mi padre no admitía holgazanes. La escuela se compartía con el trabajo. Sonaba la campana, los que estábamos en edad escolar corríamos a casa a cambiarnos de ropa, a hacer una ligera parvedad y a tomar el camino de «la obra». Si mi padre trabajaba en el cementerio –lo que sucedía a menudo−, allá iba yo de a pie. Mi tarea consistía en «abarajar» ladrillos. Esto lo hacía yo con gran habilidad. Servía también para alcanzar las herramientas, remover la cal; limpiar los pisos recién hechos, hasta dejarlos «como espejos», según mi padre exigía, etc. Muchas casas de Gálvez me vieron sobre sus techos, siendo yo un niño. Corría por las tiranterías, sobre el vacío, como el mejor de los equilibristas. El ratón no era más ligero ni más hábil que yo sobre los caballetes de tejados y tapiales. En cierta ocasión tuve que descender por un cable al fondo de un pozo, para recoger la cuchara de albañil de mi progenitor. Éste estaba colocando los últimos ladrillos a la bóveda de un pozo negro, cuando la cuchara se le fue de las manos. No era cuestión de deshacer lo fabricado. Me ataron a una cuerda y me deslizaron por el pequeño tragaluz al fondo de lo que ya había empezado a ser letrina. Esa es la cuchara cantada y reclamada por mí como un trofeo de mi niñez.
Se infiere de lo dicho que en casa no había juguetes. No recuerdo haberlos visto jamás. Un par de patines pudo ser mío y de mi hermana Vicenta; pero mi padre ordenó su devolución a la casa de ramos generales que nos lo había dado de «yapa» al pagar la libreta del año. «Díganles que les den un par de zapatos» fue la orden. Con mi hermana solemos recordar este episodio de nuestra niñez lejana. Ya no lloramos, como en aquel entonces. El llanto se ha trocado en sonrisa para el tiempo que se fue.
Pero el niño se defiende. La naturaleza nos daba lo que la pobreza nos negaba por falta de dinero. No había árbol de mi pueblo que yo no hubiera trepado, ni sótano que no hubiera registrado. Conocía todos los panteones del cementerio como todas las trastiendas de los negocios. A éstas solíamos llegar en pandilla con algunos bribones del lugar. Teníamos preferencia por las bolsas de nueces y avellanas. Me reconozco deudor de algunos kilogramos de estos frutos a las firmas de ramos generales de mi pueblo natal.
Claro que estas correrías no eran frecuentes, porque mi padre –gran trabador− no tenía muchos días libres. Por eso las fiestas las gozábamos intensamente. Salíamos al campo, a bañarnos en las lagunas llenas de sanguijuelas, a entrampar pájaros, a correr liebres con los galgos; a buscar huevecillos pintojos. Además de la honda, llevábamos asido al cinto, un esquero hecho de trapo, donde metíamos todo lo que íbamos cosechando. De regreso, recibíamos comúnmente una azotaina. Mi padre no era de los que perdonaba.
Le remito una foto del lugar que más visitábamos con mis amiguitos de entonces, que se llamaban Ramón Questa, Julián Fernández, Luis y Félix Maina, Osvaldo Loto, Lezcano, «Sanchín» Bordoni y otros que ya no recuerdo en sus nombres o apodos, pero que tengo presente en sus fisonomías de niños pobres. Esta foto es de lo que en Gálvez se conoce aún por la “iglesia nueva”. Me gustaría un clisé de ella en “Noticias Gráficas”. Allí soñé cuando era niño. Era mi palacio; mi refugio. Lo conocí en todos sus secretos; en los huecos que dejan los andamios y en las cúspides de sus columnas. Bien merece ese pequeño poema que le dediqué en Poemas y palabras y que dice por ahí:
No eres ninguna iglesia,
ni nueva, tu lo sabes.
Eres tan sólo un muro,
y el más viejo de Gálvez
………………………...
Más como allí pareces
esperar sin casarte,
iglesia nueva apódante
el niño y el amante.
………………………
Las casas se asentaron
media legua adelante.
Y te quedaste sola
sin poder levantarte.
……………………
Pero Julián y Félix
y José, mucho antes,
te hicieron su palacio
de mañana y de tarde.
…………………….
Mis correrías en pandilla por los alrededores de mi pueblo terminaron con la trágica desaparición de uno de los compañeritos, el mayorcito del grupo que era Orleack, hijo de un empleado de la empresa ferrocarrilera del pueblo. Habíamos tomado por costumbre esperar la entrada de los trenes de carga a tiro de fusil del pueblo. Los convoyes disminuyen su tren de marcha más o menos a la altura del disco de los kilómetros. Allí los esperábamos para asirnos del último vagón. Felizmente el día en que Orleack cayó bajo las ruedas yo estaba en la obra de mi padre. El pobrecillo perdió ambas piernas y murió al día siguiente. No he podido aún hacer el poema de su sacrificio.
Cuando yo cumplía 13 años mi padre resolvió trasladarse con toda su familia a Rosario. Iba a descansar y hacer estudiar lo hijos que todavía estaban en edad de concurrir a las escuelas secundarias. Ingresé a la Escuela superior de Comercio. Fui alumno de los cursos nocturnos, porque mi padre dispuso que el día había que dedicarlo al trabajo. Durante varios años dividí mi tiempo, esto es, mi día y mi noche, entre el trabajo en una casa cerealista y la asistencia a la escuela de comercio, donde me recibí de Tenedor de Libros.
Tenía 18 años cuando dejé la ciudad y me empleé de «escribano», como dicen en el campo, en una casa de ramos generales de Juncal (la casa ex Darwin, Bohé y Cía), pequeño pueblo de esta provincia, donde el tren, en aquel entonces, sólo se veía dos veces por semana. Recuerdo siempre la advertencia que me hizo el dueño del negocio cuando llegué a aquel lugar de cuatro casas: «Si oye disparos de armas por la noche, no le haga caso. Son los peones de las estancias que les gusta probar los revólveres».
Alcancé a estar un año en este pueblo demasiado triste. Me trasladé a otro no mucho más poblado, pero algo más alegre y menos peligroso: San Carlos Norte. También aquí hice de «escribano» en un negocio de ramos generales (Favre Hnos.). Tengo un gratísimo recuerdo de toda su gente; de su pequeña iglesia; del armonio que allí hay y del músico que tocaba este instrumento: mi amigo Rey. Allí conocí a un sacerdote que leía a Horacio y que me traducía, del latín, las páginas más bellas de la Biblia. En San Carlos Norte aprendí a cantar algunas lindas canciones piamontesas. No es pueblo de italianos precisamente. Los apellidos son en su mayoría franceses; pero las canciones italianas se cantaban allí en el tiempo que permanecí entre esta gente, y lo hacían muy bien.
Un año después me radiqué en Saa Pereyra, también pueblo triguero de esta provincia, formado en su mayoría por inmigrantes piamonteses. El acordeón y el canto aparecían al anochecer. Conocí aquí a un acordeonista pintoresco y simpático: el viejito Signoretti. Improvisaba como un payador, en la buena como en la mala. En tiempo de cosecha, su jornada terminaba en canto, debajo del paraíso de su chacra. Cuando todo el mundo se echaba por el suelo rendido, el viejo Signoretti tomaba su acordeón y entonaba canciones nuevas y viejas hasta muy entrada la noche. Hay un episodio interesante en la vida de este simpático personaje, ya fallecido. Habían fracasado varias cosechas, y un acreedor mandó trabar embargo sobre los bienes del colono. Respondiendo al mandamiento del juez, llegó un día un funcionario a la chacra de Signoretti. Iba a hacer la correspondiente traba de bienes. Signoretti lo recibió con el acordeón en brazos y le cantó al representante de la ley los siguientes versos:
Señor Juez, soy colono,
y usted me viene a embargar.
Cinco cosechas malas
yo no puedo pagar.
Siguieron otras cuartetas parecidas dichas al pié del paraíso. Finalmente el agente de los tribunales no hizo el embargo; bebió con Signoretti, cantó con él, y regresó a Santa Fe con los papeles en blanco.
En Saa Pereyra me casé. Después me fui «a hacer el soldado», como decía mi padre, es decir a cumplir con la patria. Mi hijo nació estando yo en la conscripción. Padecí mucho. Por ahí andan mis «Poemas del ejército» que retratan esta etapa de mi vida. Estaba muy enamorado, y la ausencia me hacía un gran daño.
En todo este tiempo yo seguí siendo colaborador de «El Popular» de Gálvez. Hasta que me radiqué definitivamente en Esperanza, esta vez para ejercer las funciones de contador en «la Fábrica», que así se conoce aquí, por antonomasia, al establecimiento “Schneider” de máquinas agrícolas. La Fábrica me ha dado los temas que forman una gran parte de El pan nuestro.
En Esperanza, donde llegué en el año 1921, realicé toda mi obra. Aquí escribí mi primer libro La gota de agua, premiado en 1923. Mi padre que hasta entonces no había dicho una palabra, tomó el ejemplar que yo le había dedicado, lo puso debajo del brazo y se llegó hasta la cantina del barrio, en Rosario, donde se reunía comúnmente con algunos amigos a jugar a las cartas. El viejo se iba a tomar el correspondiente desquite; a pasarle a los compañeros por las narices, el libro del mal hijo, de «ese hijo poeta» que acababa de consagrarse. El hijo discutido dejaba de ser una vergüenza. Mi padre también había estado esperando, como mi madre, como todos.
Gracia Plena fue escrito de noche. Como tenía muy ocupado el día, yo hacía, después de cenar, un pequeño descanso. Tomaba un sueño de un par de horas. Generalmente me acostaba con mi hijito, a quien le cantaba algunas nanas. Nos dormíamos ambos. Pero mi mujer me recordaba. Entonces me ponía a trabajar hasta la madrugada. Dicen que Gracia Plena es mi mejor libro. Si así es efectivamente, hay que creer en la noche. De ella es la fecundidad.
Luego fui haciendo Poemas y Palabras y Diez mujeres, El pan nuestro y Nueve cantos. Los libros que en este momento tengo en trabajo los he citado al principio.
No sé que más cosas decirle. Estoy escribiendo rápidamente, en forma descosida y con mala gramática, porque salgo inmediatamente de viaje. He entrado en vacaciones y necesito descansar. Usted me perdona este cúmulo de noticias mal ordenadas. Espero que alcance a sacar alguna cosa para la nota que se dispone a publicar. Luego rompa todo. No hay que dar armas a los enemigos. Ya sabe usted a quienes me refiero.
Además de la foto de la «iglesia nueva», le remito una mía y otra de mi madre. Me gustaría verla a la vieja en su diario, tan linda como usted la ve.
Mándeme algunos ejemplares del diario, porque aquí llegan muy pocas «Noticias Gráficas», y yo no soy suscriptor. No se olvide, Portogalo.
De mis convicciones y principios no necesito hablarle. Usted me conoce bien. todo lo que usted diga acerca de mi estrecho contacto con el pueblo, estará bien dicho, porque creo en el pueblo y soy el pueblo mismo.
Le abraza cordialmente su amigo que le admira y le quiere.
José Pedroni
(*) José Portogalo, (nacido como José Ananía en 1904, en Italia - falleció en 1973 en Buenos Aires) escritor y poeta argentino. Residió en Argentina desde 1909. Adoptó el apellido de Portogalo en homenaje a su padrastro, a quien consideraba su verdadero padre y protector. Además de su oficio de poeta, se desempeñó como periodista en el diario Clarín y en Noticias Gráficas. (N del E)