4ª Carta a José Portogalo
Esperanza, 9 de febrero de 1953
Querido Porto:
Postergué mi viaje. Un inesperado y gratísimo suceso me retuvo en ésta, el sábado 7: ¡Félix Maina!, el mismo que yo mento en los extensos apuntes que le envié días atrás, ¡estuvo en Esperanza!, ¡y para asistir al casamiento del mayor de sus hijos con una muchacha de estos lugares! ¿qué me dice usted? Hacía 40 años que no lo veía. Acabó en Martillero Público Nacional, y vive en Buenos Aires, calle Santa Fe 2679, teléfono 78-3977. Nos desahogamos de lo lindo. Le hablé del artículo que usted prepara, y le recomendé que lo guardara como amistoso recuerdo. Es una lástima que Félix llegara después de la salida de la correspondencia para usted. Me recordó algunos episodios de nuestra niñez que yo tenía trascordados, algunos nombres de compañeritos y de vecinos «cascoteados» que había olvidado. Nacidos los dos en el año 1899, y con las casas vecinas, fuimos uña y carne en aquellos tiempos de padres que metían los hijos en los sótanos o los echaban de la casa, conforme a la magnitud de la falta. También me encontré en la fiesta con Luis Maina, hermano de Félix. Ha hecho fortuna; tiene un negocio de ramos generales en Elisa, pueblo de esta provincia. Félix con más memoria que yo, me recordó las veces que habíamos hecho de monaguillos para el cura Rinaldi, y por unos pocos centavos; las escapadas nocturnas en tren de picardías, que consistían en hacer sonar las aldabas del vecindario. Íbamos con un carretel de hilo negro número 40. Atábamos el hilo a los llamadores, y empezaban los aldabonazos. Preferíamos, para esta broma, las casas de las solteronas supersticiosas y ridículas. La sacristía tampoco fue respetada. Esta tenía en la puerta, de llamador, una campanilla tentadora. Elegimos una noche bien obscura para la hazaña de molestar al párroco; pero éste, señor del confesionario, nos individualizó sin vernos, y al día siguiente recibimos la gran paliza.
La fiesta del pueblo se celebraba para Santa Margarita. La esperábamos todo el año. La banda y los globos de papel nos enloquecía de contento. Además, siempre nos hacíamos de algunas monedas, reconociendo, bien de madrugada, todo el terreno donde tenían lugar las fiestas y el juego por dinero.
La fiesta patronal se cerraba con los tradicionales fuegos de artificio. Generalmente algunos de los artefactos fracasaba o no terminaba de arder. Entonces nosotros asaltábamos la rueda giratoria y nos llevábamos las bombas no explotadas y los cartuchos de luces. Con todo esto íbamos, al día siguiente, a la «iglesia nueva», donde tenía lugar nuestra representación infantil de pirotecnia. Nos servíamos del fuego como verdaderos maestros.
Castigado por alguna de estas travesuras, un día mi padre me echó de casa. Mi madre intercedió, como siempre, pero esta vez su súplica de perdón no dio resultado. Tendría yo 9 o 10 años; quizás menos. Anduve todo el día por el pueblo como un perro perdido. Finalmente me refugié en la casa del sastre Citadini, hasta que mi padre se resolviera por el perdón. El sastre se cobró el hospedaje teniéndome de mandadero y haciéndome barrer la tienda de géneros. Mi cama fue el mostrador de la sastrería. Una pieza de lustrina o forro hizo de colchón, y otra pieza arrollada, de género ordinario, me sirvió de almohada.
Todo esto ocurrió en Gálvez, mi pueblo, y ahora usted lo puede certificar, si quiere, viéndolo a mi amigo de infancia, Félix Maina, cuyas señas le he dado.
He sido poeta porque la poesía es la más asendereada y más barata de todas las artes. Siempre se vendido por menos de lo que vale. La poesía no necesita del conservatorio o la academia. Se hace del aire, del dolor que nos rodea, del pájaro que vemos pasar, libre, mientras nosotros estamos encadenados.
La poesía, querido amigo, aunque se manifieste en la madurez de la vida, es un huevecillo que la aflicción pone en el alma del niño, para que en su tiempo se haga mariposa. Todo lo demás es cuento.
Yo pude ser un músico, pero me faltó el instrumento, que mi padre nunca quiso comprarme. A la sombra de las pilas de ladrillos, en un violín imaginario, con un arco hecho de palo, yo ejecuté bellísimas sinfonías que el mundo no conocerá jamás. El violinista murió para dar lugar al poeta, que tiene en el alma su caja de resonancia.
Todo esto llegará tarde a sus manos pero quiero que lo conozca. Le servirán para otra ocasión, para mi nota necrológica, por ejemplo.
Un abrazo.