2ª Carta a Bernardo Verbitsky
Esperanza, 26 de setiembre de 1960
Querido Verbitsky:
Frente a su carta, que me preocupa, tanto como me sorprendió su amonestación telefónica en Buenos Aires, porque estaba muy lejos de suponerlo molesto conmigo, tengo que ponerme a considerar si no hay en mí un torpe que se ignora.
Sé que pongo sinceridad en mi palabra diaria como en los actos de mi vida de relación, y que trato de ser justo y no causar dolor; pero usted me crea la alarma de que no tengo el sentido de la medida para manejar lo uno y lo otro, y, lo que es mucho peor, de que puedo ser desdeñoso e ingrato. Si esto fuera cierto, resultaría falsa la impresión que yo he venido teniendo de mi pobre humanidad. Nunca me he creído mejor ni peor que nadie; pero me sentía de fondo bueno, humilde, y de serena imparcialidad para aplicar mi juicio. Ahora veo que en determinadas circunstancias llego a ser injusto y desconsiderado con quien además de poseer la verdad me quiere hacer un bien.
¿Qué puedo decir en mi descargo por mi olvido de usted que ciertamente estaba allí jugándose por una causa y por mí? No encuentro más que estos atenuantes: mi pudor, mi natural piedad por el hombre en desgracia y mi oposición de toda la vida al alboroto entre nosotros. Estoy hecho, además, a la idea de que los premios a las letras no ayudan más que para comprar carne. (Esto es lo que le dije a Barletta(1)). Es una verdad histórica que nunca han servido para dar la medida exacta del valor, porque desde antiguo el interés, la relación y la intriga se vienen colando en alguno disfrazado de jurado imparcial. Además, por sobre los jurados, sean ellos excelentes, está la puerta última ya verdadera del pueblo que recuerda u olvida. Alfredo de Vigny(2) –lo sabe usted− dice por ahí que la misión del poeta o del artista –llama al poeta apóstol de la verdad siempre joven− es de producir, y todo lo que él produce es útil si su obra es admirada. Dice también que es en la memoria del hombre donde el escritor comienza su larga vida. La gloria no es más que eso, verdaderamente. Así que, querido Verbitsky, no vale la pena indignarse más de la cuenta por las injusticias −transitorias− propias de la flaqueza humana.
Hay otra cosa también en mí, instintiva, que no sé cómo llamarla: Entre dos que contienden, me pongo de parte del que veo perdido, aunque esté deseando íntimamente su derrota. Un ejemplo: días atrás fui con algunos hinchas furiosos a ver un partido de fútbol. Nuestros adversarios no sabían qué hacer para «pararnos». Los hinchas implacables reclamaban más sangre, y allí estaba yo, entre ellos, protestando por supuestas infracciones de los nuestros y alentando a la visita para que hicieran goles. Me querían matar. Y otra rareza: me avergüenza oír hablar de mí, y tengo cierta propensión a la soledad interior y aversión por aquello que clasifica y dirige.
Amo al pueblo y me entrevero en todas sus cosas; pero me gusta pasar desapercibido, andar sólo con mi individualidad, liberado de toda presión y comentario, porque estos me confunden. Tal vez sea por esto que yo permanezca en Esperanza, cuya aurea mediocritas(3) le cae bien a esta alma doliente y tímida, y salvaje a la vez, que tengo. Y recuerdo ahora un cuento que Mateo Booz(4) supo publicar hace muchos años en «La Nación». Preguntóme él, mucho tiempo después, si yo no me había visto aludido en su relato, que tenía por protagonista a un poeta a quien nadie conocía, autor de un libro que si se vendía era porque la madre del escritor lo iba comprando y regalando a hurtadillas. Un día premian el libro (me enteré después que nadie lo había leído, a excepción de don Juan B. Terán(5), a la sazón jurado, según el mismo me lo dijo), y los dispensadores de la notoriedad, con el gobernador a la cabeza, se conmueven, al punto de que se ponen a organizar visitas y agasajos que, por molestos, acaban por obtener del destinatario una respuesta inesperada: «¡Por favor, déjenme en paz!». Aquel muchacho era yo, en efecto, y no ha cambiado. Como Vigny, sólo sigue pidiendo a la sociedad el derecho a la vida y respeto para su sueño.
Le cuento todas estas cosas, características de algún desarreglo en el pensar, sentir y obrar, con la esperanza de que hallen comprensión en usted y alcancen a desvanecer todo resabio de amargura o desilusión por una imprudencia en la que no medió la voluntad de desairarlo. Usted no tiene noción de su propio valor. Si la tuviera, no me hubiera hecho caso.
El anticipo que el bueno de Porto(6) me transmitió telefónicamente de la sonrisa favorable de usted –no habrá sido una invención piadosa de él, ¿no?− y su propio artículo sobre «Cantos del Hombre» −que le agradezco− son reveladores, felizmente, de su conocimiento de mí y de que no estaba tan crecido su enojo, como para que no podamos seguir siendo, sin reservas, buenos amigos, que es lo que deseo de todo corazón.
Acépteme un abrazo, y quedó aquí, recordándole.
Suyo
José Pedroni
(1) Barletta, Leónidas: fue un escritor, periodista y dramaturgo argentino nacido el 30 de agosto de 1902 en Buenos Aires y muerto el 15 de marzo de 1975 en la misma ciudad. Fundó y dirigió el periódico cultural “Propósitos”. (N del E)
(2) Alfred Victor de Vigny: (Loches, 27 de marzo de 1797 – París, 17 de septiembre de 1863) fue un poeta, dramaturgo, y novelista francés. (N del E)
(3) Aurea mediocritas `Dorada mediocridad´. Expresión del poeta latino Horacio que ensalza las virtudes de la moderación en la vida. (N del E)
(4) Mateo Booz: Seudónimo de Miguel Ángel Correa, importante cuentista Argentino nacido en Rosario (Santa Fe) el 7 de agosto de 1881 y fallecido el 16 de mayo de 1943. (N del E)
(5) Juan B. Terán (San Miguel de Tucumán - Tucumán, 1880 - 1938). Pensador, educador, historiador y escritor argentino. En 1914 fundó la Universidad Nacional de Tucumán (N del E)
(6) Porto: Pedroni se refiere al poeta José Portogalo. (N del E)